De la Primacía Moral y Civil de los Italianos, Vincenzo Gioberti

[Del primato morale e civile degli italiani]. Obra filosoficopolítica de Vincenzo Gioberti (1801-1852), pu­blicada por primera vez en Bruselas en 1843, en dos volúmenes, con la intención de despertar la conciencia de los italianos a la misión que están llamados a cumplir con respecto a las demás naciones, para la reali­zación de la civilización europea y univer­sal.

El fundamento de esta misión, en que consiste la «primacía» de Italia, es la reli­gión entendida como raíz y reguladora de los progresos morales y civiles, que desde la propia augusta sede de la civilización antigua ha de irradiar por Europa y desde ella por todo el mundo. El cumplimiento de este altísimo cometido tuvo lugar en la Edad Media, cuando la Roma latina y cris­tiana educó a los pueblos bárbaros, pero fue disminuyendo en los últimos tres siglos, esto es, desde que Lutero y Descartes, ins­taurando el individualismo, negaron el principio católico. Pero Italia puede adqui­rir de nuevo su propia autonomía, indis­pensable premisa para el cumplimiento de su misión civilizadora en el mundo, en cuanto la raíz de la autonomía está en la virtud creadora y el genio nacional italiano es esencialmente creador, porque es síntesis de unidad — la tradición religiosa — y de variedad — la multiforme actividad huma­na —, como lo demuestra la historia de Italia.

Por la misma razón Italia es también la nación redentora de sí misma y de los demás pueblos; ella sola puede conducir de nuevo la cultura y la civilización europeas, ahora decadentes, a los principios religio­sos que las crearon, reconstituyendo la unidad moral dé los pueblos, sin perjuicio de sus caracteres peculiares. La unidad italiana no puede obtenerse con las revolu­ciones, que son movimientos de imitación forastera, ni mucho menos por obra del ex­tranjero, sino solamente gracias a un prin­cipio interior, el religioso, encarnado por el Papa, que reduzca a unidad la variedad de las provincias poniéndolas a la cabeza de una confederación, que es el tipo que mejor responde al genio italiano. En ella obrarían dos factores, uno conservador, otro progre­sivo: el sacerdocio y el laicado. El primero reanudaría su función civil, que, si en la Edad Media tuvo la forma de una dictadura sacerdotal, hoy, madurada la conciencia de las naciones, debe desplegarse como arbi­traje.

El segundo participaría en la política mediante órganos consultivos, en los cuales hallaría expresión la «opinión pública», formada y educada por la «palabra de los sabios» y por una prensa libre, pero no licenciosa. La dirección debería correspon­der a una aristocracia del talento llamada ya a sustituir el «patriciado feudal» (aristocracia de la sangre), «irracional, censura­ble y funesto». Su órgano máximo sería el «escritor católico», en quien se compendian las virtudes del genio creador; cooperado­res en los progresos civiles, los clérigos seculares, si no intentan ejercer una pre­tendida supremacía política, y los religio­sos, con tal que las órdenes se hagan propagadoras de civilización y de sabiduría en vez de degenerar en un aislamiento egoísta o en fanatismos intolerables.

El pri­mado de la acción presupone el del pensa­miento, que también corresponde de dere­cho a Italia, «príncipe» en todo orden de ciencias: en la filosofía y en la teología, porque las ideas madres de todo saber especulativo, las de creación y redención, expresadas por la revelación divina, son custodiadas y transmitidas por la Iglesia, cuya sede está en Roma, y confiadas al talento pelágico (mediterráneo), el cual tiene una excelencia que no se encuentra en la estirpe germánica; en las ciencias matemáticas y físicas, porque también ellas necesitan de la filosofía y se fundan sobre el principio de creación; en las ciencias civiles, porque su perfección consiste en el acoplamiento de la especulación con la práctica: e Italia sobresale en ambas gracias al genio pelágico fecundado des­pués por el cristianismo; en la erudición y en la historia, en cuanto los errores en que puede incurrir (la hipótesis abstracta y el empirismo) son subsanables sólo fun­dándose en una ciencia ideal, la filosofía y la tradición ortodoxa, que permite dis­tinguir dos ciclos históricos: el primero, que procede de la unidad primigenia a la multiplicidad de las estirpes después del pecado original; el segundo, de la multipli­cidad a una nueva unidad del género hu­mano realizado por el cristianismo (de ma­nera que la historia de Italia, por ser his­toria de la religión católica, es también historia universal, y ésta es siempre, por el mismo motivo, también historia italiana); en las bellas artes y en las letras, siempre por el feliz connubio de las dotes pelágicas y de la enseñanza cristiana.

En fin, Italia es también la primera en la lengua, pues su idioma sobresale entre los nacidos del latín por obra del Cristianismo. Resultando im­posible que esta primacía pueda ser atribuida a otros pueblos, por ejemplo, a los fran­ceses o a los alemanes, Gioberti establece una jerarquía de las naciones con respecto a la civilización universal cuyos grados son Roma, Italia, Europa, Oriente; la importan­cia de los cuales está en razón inversa de su extensión material; Roma, y con ella Italia, es el centro moral del género hu­mano, por ser la sede de la Iglesia. Con ardiente elocuencia Gioberti exhorta a los «escritores italianos» a reconquistar la pri­macía del pensamiento, curando los males de la cultura, cuyas fuentes principales son las malas organizaciones de los estudios y la desunión de los doctos, debida a la falta de principios sólidos que sólo pueden ser proporcionados por la religión.

Un ardiente vaticinio de la «Italia futura» cierra esta obra, que provocó tantas polémicas y tantas adhesiones, y que, al suscitar el movimiento neogüelfo contribuyó a preparar el 48 ita­liano, cuando la figura ideal del Papa que ella soñaba pareció efectivamente encar­narse en Pío IX.

E. Codignola