[De divisione naturae]. Es la obra principal del irlandés, el primer gran filósofo de la Edad Media. Compuesta hacia el 867, es un diálogo en cinco libros como el Timeo (v.) de Platón, conocido y citado por Scoto. Los cuatro primeros libros se ocupan de la división de la realidad en naturaleza creadora y no creada (Dios, como origen del todo); naturaleza creadora y creada (el Hijo); naturaleza no creadora y creada (el Mundo); naturaleza no creada y no creadora (Dios, como fin del todo), mientras el quinto habla de la vuelta de todas las cosas a Dios. Pero es de notar que cada división, en tanto es un descenso de Dios- unidad — a las cosas-multiplicidad —, ha de completarse siempre con una unificación ascendente desde las cosas al principio; de aquí que asistir a la división de la naturaleza es contemplar en acto la unidad en la multiplicidad y la multiplicidad en la unidad.
Las ideas sostenidas acusan el influjo de Máximo el Confesor, cuyo De ambiguis, había traducido Scoto, de San Gregorio Ni- seno, de San Agustín, y sobre todo del pseudo Dionisio Areopagita, cuyas obras De los nombres divinos (v.), De la teología mística (v.), De la jerarquía celeste (v.) y De la jerarquía eclesiástica (v.) había traducido y divulgado, sometiendo así de modo definitivo la especulación medieval a la influencia neo-platónica. El desarrollo lógico procede con gran fuerza dialéctica, apoyado en las Categorías y en las Interpretaciones (v. Organon) de Aristóteles, y está basado en una gran fe en el poder de la razón, cuya autoridad está por encima de todo, y cuyo cometido estriba en la comprensión plena de las verdades reveladas en que creemos; en efecto, podemos afirmar que «la verdadera filosofía es la verdadera religión e, inversamente, la verdadera religión es la verdadera filosofía».
Mirando a las cuatro divisiones de la naturaleza, notamos que la primera y la cuarta — increadas — nos llevan al Creador, mientras la segunda y la tercera — creadas — nos llevan a las criaturas- Dios es incognoscible no sólo para nosotros, sino incognoscible en sí, porque es superior a la esencia (teología negativa y teología positiva). Pasando del Creador a la criatura — esto es, a la realidad que Dios ha llamado del no ser al ser— vemos obrar a la Trinidad, porque en el Verbo encarnado, coeterno con el Padre, pero creado por Él, están desde la eternidad las ideas creadas (y, por tanto, no absolutamente coeternas con Dios) y jerarquizadas con el orden siguiente: Bien, Esencia, Vida, Razón, Inteligencia, Sabiduría, Virtud; según las cuales, y en las cuales, está formado y regulado el mundo, que vive en cuanto participa de ellas. La criatura subsiste en Dios, y Dios, creándola, en cierto modo se crea a sí mismo; de incomprensible se hace comprensible, de sobre esencial, natural; de invisible, visible; de creador, creado.
De aquí que toda la creación es teofanía: «por tanto Su creación, esto es, Su manifestación en cualquier cosa, es ciertamente la creación de todas las cosas existentes»; y entre el mundo ideal y el real, está la identidad: «la única e idéntica naturaleza de las cosas, en cierto modo, está considerada en la eternidad del Verbo de Dios, en otro, en la temporalidad constituida por el mundo». La creación — creadora y no creada — es Espíritu Santo. Microcosmos, centro y compendio de la creación, síntesis de cuerpo y espíritu es el hombre. Tiene como espíritu sus tres facultades de conocimiento: intelecto (que trata de intuir a Dios en sí mismo), razón (que quiere definir a Dios contemplando las ideas) y sentidos (gracias a los cuales conocemos cada cosa) que son en nosotros la imagen de la Trinidad. En el principio, el cuerpo era también incorruptible como el alma, pero con el pecado, por haberse vuelto a sí mismo antes y más que a Dios, se ha hecho distinto de Él, y sólo podrá volver a Él, si se esfuerza en serle semejante; la vuelta tendrá lugar mediante una serie de «reversiones».
Con la muerte, el cuerpo se disuelve, volviendo a los cuatro elementos del mundo sensible; con esta primera fase, la naturaleza humana, está libre de volver a Dios; con la resurrección de la carne, estaremos en la segunda fase; y la tercera se alcanzará cuando el cuerpo, ascendiendo gradualmente hacia la espiritualidad, se convertirá en espíritu; la vuelta a las ideas cierra la cuarta fase; mientras que contemplar íntimamente la Verdad es elevarse a la quinta fase: la sabiduría; con la sexta, en fin, el hombre se identifica con Dios, y así termina el curso no con la supresión de la naturaleza humana, sino con la unificación en Dios, unificación «sin confusión, o mezcolanza, o composición», en la que «Dios en verdad será todas las cosas en todo, cuando nada exista, sino sólo Dios».
La obra de Scoto se juzgó como panteísta y heterodoxamente mística y fue condenada por la Iglesia como contraria al dogma; cierto que la visión de la Trinidad no es cristiana, sino que en realidad es una Tríada, y tampoco es cristiana la poca consistencia dada a la creación, ni la radical negación del mal, ni la concepción de la identidad en las relaciones entre la fe y la razón. Pero es indudable que el De Divisione naturae muestra la importancia del neoplatonismo en la interpretación de la revelación, e inicia la filosofía del Medioevo, con una visión metafísica casi completa, la cual estará presente en muchos escolásticos, desde Remigio d’Auxerre a Gerberto, a Abelardo, a Alain de Lille a Anselmo de Laon y a los Victorinos.
C. Ferro