De la Alquimia, San Alberto Magno

[De Alchimia]. Vas­to compendio de las nociones de alquimia y de química de la Edad Media, atribuido a San Alberto Magno (1193-1280), obispo de Ratisbona. Si bien en algunos pasajes de esta obra el autor se pronuncia contra los numerosos escritos alquimistas de aquel tiempo, no es posible negar, siguiendo a Pouchet que él también comparte, junto con la ciencia, las supersticiones del siglo XIII.

Basta leer, en el tratado en cuestión, frag­mentos como el siguiente: «trabajé sin re­poso, viajé de país en país preguntándome: ¿si esto es cierto, cómo es verdadera­mente? ¿Y si no es, cómo y por qué no es? Perseveré, hasta que hube de reconocer que la transmutación de los metales en plata y oro es posible». El autor pasa a exponer, pues, cómo se prepara la «piedra filosofal»: es menester unir cuatro «espíritus metáli­cos», esto es, «mercurio, azufre, oropimente y sal amoníaco». Los metales — explica, aceptando una teoría que, salvo pequeñas diferencias es común a los alquimistas — son idénticos en su origen; difieren sólo por la forma, y esta diferencia depende de cau­sas accidentales que pueden ser cambiadas por el artífice; porque de tales causas de­pende la combinación regular del azufre y del mercurio, elementos de todo metal. Una matriz enferma da a luz un niño en­fermo o leproso aunque el semen haya sido bueno; y lo mismo puede decirse de los metales producidos en el seno de la tierra, su matriz: una causa accidental o una en­fermedad local pueden producir un metal imperfecto. Cuando el azufre puro se en­cuentra con el mercurio puro, al cabo de un tiempo más o menos largo, por la acción permanente de la naturaleza se produce oro. Las «especies» son inmutables, y no se pueden transmutar unas en otras. Pero el plomo, el cobre, el hierro, la plata, etc., no son especies: son una sola y misma esencia, cuyas formas diferentes parecen especies…»

En el mismo volumen se con­tienen las célebres ocho reglas que el al­quimista debe seguir: 1) ser discreto y si­lencioso y conservar el secreto acerca de sus trabajos; 2) vivir lejos de los centros poblados…; 7) ser rico, al menos lo bastan­te para llevar adelante sus investigaciones; 8) evitar todo trato con príncipes y señores; «príncipes y maestros no cesarán jamás de preguntarte: Bien, maestro, ¿cómo va el trabajo? ¿Cuándo veremos algo bueno? Y con su impaciencia por ver el fin, te lla­marán mentiroso, engañador y peor toda­vía, te harán sentir duramente su cólera. Si, por el contrario, consigues algún resul­tado, te tendrán en perpetua prisión para hacerte trabajar sólo en su provecho».

U. Forti