Diálogo de Platón, ateniense (428/27- 347 a. de C.). A su viejo amigo Critón, que intenta inducirlo a huir de la prisión, Sócrates expone las razones por las que prefiere dejar que la ley siga su curso. Critón se ha introducido al amanecer en la celda del maestro: la nave que todos los años lleva a Délos la oferta votiva está a punto de alcanzar el puerto, y a su llegada Sócrates deberá morir. Sócrates acoge la noticia tranquilo y sonriente, como si el pensamiento de la muerte no le preocupase lo más mínimo. Critón insiste en su propósito de hacerle huir; él se preocupa del juicio del mundo: nadie creerá que Sócrates haya rehusado evadirse de la prisión, todos creerán que sus amigos no han hecho lo posible para salvarlo y serán despreciados. Sócrates no ha de temer causar molestias, con su fuga, a sus íntimos: éstos están dispuestos a todo. Además, ¿no tiene obligaciones para con sus hijos? ¿No es hacerles traición negarse a huir? ¿No le acusarán los hombres de vileza por haberse quitado de encima una carga que el cariño paternal le imponía? Pero Sócrates rechaza todas estas objeciones: no hay que hacer caso del juicio de la gente, sino más bien del de la propia conciencia; además, las obligaciones para con la familia tienen una importancia secundaria frente a las que el hombre tiene para consigo mismo y sus propios principios.
Así como para el cuerpo se deben seguir las prescripciones de los médicos y de los maestros de gimnasia, de otro modo se corre el riesgo de echar a perder la salud, así también, y con doble cuidado, se ha de procurar mantener intacta nuestra mejor parte, es decir, el alma, perseverando, fieles a aquellos principios en que nos inspiramos para distinguir lo justo de lo injusto y el mal del bien. ¿No ha afirmado siempre Sócrates que la justicia es lo que tiene más valor en la vida del hombre? ¿Y que el hombre por ningún precio debe ser injusto, ni siquiera para con aquel que le ha causado injusticia? ¿Y que no debe devolverse mal por mal? Sí. Critón se ve obligado a admitirlo. Convendría, pues, examinar si, ante la justicia, sería cosa buena o mala que Sócrates huyese, sustrayéndose al castigo que la ley le imponía. ¿No causaría en tal caso un perjuicio al ordenamiento de la patria? Imagina, en efecto, Sócrates que, al salir de la prisión, las leyes le saldrían al encuentro, reprochándole haber querido destruirlas, destruyendo con ellas al estado. ¿No son acaso ellas, las leyes, las que lo han creado tal cual es? ¿No han presidido ellas su nacimiento y educación? ¿No es él, pues, una criatura suya? ¿No les debe el respeto que se debe a los padres que nos han educado? ¿No las había él aceptado de buen grado, habiendo podido irse a Atenas con todos sus bienes de no haber sido ellas de su agrado? ¿No tiene acaso para con ellas obligaciones mayores que todos los demás ciudadanos, él que, como filósofo, se ha complacido en obedecerlas sin provecho e incluso ha rehusado, en el proceso, hacerse condenar al destierro? ¿Podría él reanudar su misión entre otros pueblos, predicando la observancia de la virtud y de la justicia, después de haber despreciado las leyes de la patria, antes libremente aceptadas? ¿No sería esto vergonzoso? ¿No causaría un daño gravísimo a la patria y a sí mismo, presentándose a los otros pueblos como evasor de leyes y rebelde? Mejor es que se presente en el Hades con la conciencia íntegra del hombre virtuoso, y aun con la aureola de quien muere injustamente condenado, no por culpa de las leyes, sino por la envidia de los hombres.
Eso es lo que Sócrates imagina le dirían las leyes patrias, y él no puede dejar de obedecerlas. Critón debería convencerse también de la justicia de esta conducta: entonces él, desistiendo de sus proposiciones, se entrega al iluminado juicio de Sócrates. Este sublime diálogo, que nos muestra la figura de Sócrates en el vivo atractivo de su simplicidad y grandeza, tiene una ordenada y elegante claridad, animada por un íntimo fervor. [Traducciones de Patricio de Azcárate, en Obras completas, tomo II (Madrid, 1871); de Anacleto Longué y Molpeceres (Madrid, 1880); de Julián Vargas, en Diálogos socráticos (Madrid, 1885) y de Emeterio de Mazorriaga, en Diálogos (Madrid, 1918)].
G. Alliney