Crítica del Juicio, Immanuel Kant

[Kritik der Urteilskraft]. Obra fundamental de Immanuel Kant (1724-1804), publicada en 1790. Partiendo del dualismo entre facultad cog­noscible y facultad de desear, resultante de la Crítica de la Razón pura (v.) y de la Crítica de la Razón práctica (v.) y después de haber indagado los principios «a priori» del conocimiento y de la moralidad, Kant concibe el «sentimiento de placer y de des­placer» como una tercera facultad funda­mental y se pregunta si también de ésta existen principios «a priori». O bien, pre­sentando el mismo problema bajo otro as­pecto, si existen formas universales y ne­cesarias de esta subordinación, a la cual aspira la razón práctica, entre el mundo de la naturaleza (más allá del cual el co­nocimiento no puede pasar, y dominado por la necesidad) y el mundo de la libertad es­piritual (en lo cual, en cambio, domina la idea de fin). Se trata de indagar la forma «a priori» de una nueva especie de juicio, el «reflexivo» el cual (a diferencia del lógico, «determinativo», por medio de la actividad de las categorías, el mundo de la expe­riencia) refiera la representación del ob­jeto, no a un concepto, sino a nuestras exi­gencias y a nuestros estados subjetivos.

Me­diante este juicio, y «el sentimiento de pla­cer o desplacer» que es su fuente, se efec­túa — en cuanto se subordina un contenido representativo a un fin — la conciliación entre la facultad cognoscitiva y la del de­sear. Hay dos especies de juicios reflexivos; los «teleológicos», en que el objeto es con­siderado según las exigencias de la razón, como respondiendo a una finalidad objetiva, porque suscita un sentimiento de placer adaptándose a aquellas exigencias y los «es­téticos» en que el objeto juzgado es puesto en relación con un fin subjetivo, o sea con la eficacia que sentimos ejercer por él so­bre nosotros. Puestas estas premisas en la Introducción, el autor pasa en la primera parte de la obra a la crítica del juicio es­tético y, lo primero de todo, distingue lo bello de lo agradable y lo útil, haciendo no­tar que el sentimiento de estos últimos está condicionado por correspondencia del ob­jeto a un interés nuestro, o meramente in­dividual y contingente, o puramente racio­nal; mientras que en el sentimiento de lo bello no tiene referencia a ningún interés, y la finalidad a que corresponde el objeto debe ser inintencional y consistir sencilla­mente en el efecto que produce en nuestro modo dé considerar, prescindiendo de su realidad empírica, y sólo la forma de la re­presentación en que se tenga una plena armonía entre las dos funciones cognosciti­vas, intuición sensible e intelectual, puede constituir aquella finalidad no intencional, cuya consecución genera el sentimiento de lo bello. Siendo, pues, esa armonía indepen­diente no sólo del contenido empírico de la representación, sino también de toda con­dición individual, porque brota de la estruc­tura universal del espíritu humano, el sen­timiento de lo bello existe «a priori», y como tal funda la validez universal y ne­cesaria de los juicios estéticos. Por la mis­ma razón es comunicable, aunque, en cuan­to sentimiento, no se puede demostrar, sino sólo sentir.

La belleza pura o «libre» de todo interés puede obtenerse según Kant únicamente en un juego de formas en que se realice la armonía del pensamiento con el sentimiento, por sí misma, sin ningún significado; en las flores, en los arabescos, en la naturaleza idílica. Lo que atribuimos a los seres orgánicos superiores tiene ya otro carácter, y consiste en la correspondencia de éstos con la idea de la especie, con la cual inconscientemente parangonamos los ejemplares particulares. Kant lo denomina «inherente» en cuanto depende de un con­cepto. El más elevado entre éstos es el de la especie humana, que constituye por esto, el ideal de la razón estética. Al análisis de lo bello sigue el de lo «sublime» entendido por Kant como un estado subjetivo deter­minado en nosotros por un objeto cuya in­finidad (grandeza o fuerza desmesurada, es­to es, la afinidad respectivamente en el sen­tido matemático y en el sentido dinámico) se alcanza con el pensamiento, pero no se logra captarlo con la intuición sensible. Esta relación de insuficiencia de la sensibilidad respecto a la razón, nos humilla en cuanto seres sensibles, pero nos sublima como se­res racionales, porque nos da la conciencia del triunfo de nuestra naturaleza suprasen­sible sobre lo sensible, y es así fuente de un sentimiento de placer, el cual es uni­versal, no sólo por su conexión con las exigencias de la razón práctica, sino pre­cisamente en cuanto sentimiento estético, en la misma proporción del sentimiento de lo bello y por las mismas razones.

En cuan­to al arte, es para Kant producción cons­ciente de objetos que generan en quien los contempla la impresión de haber sido pro­ducidos, sin intención, como lo hace la na­turaleza. Su facultad específica es el genio, que actúa conscientemente y con una ne­cesidad semejante a la de las fuerzas na­turales y siempre de manera original distinguiéndose netamente de la actividad cien­tífica. Sobre el concepto de la forma hu­mana, como ideal de la razón estética el autor funda, en fin, la tripartición funda­mental de la producción artística en artes de la palabra, de la figura y del sonido. La segunda parte de la obra indaga las con­diciones de la posibilidad de juicios teleo­lógicos «a priori» examinando la exigencia racional que nos impulsa a considerar la naturaleza desde el punto de vista de la finalidad. Entre el conocimiento «a priori» de la naturaleza dado por la matemática y la física y el de los fenómenos particulares, dado por la experiencia, hay una corres­pondencia finalista; pero conocer de modo universal y necesario cómo se realiza sólo sería posible para una mente que crease con las formas también el contenido de sus propias representaciones, en vez de recibirlo como dato. La existencia de una mente así constituye un conocimiento y no se puede por lo tanto demostrar, sino que es postulada por una exigencia moral, de la que brota el sentimiento universal y ne­cesario que nos hace considerar el conjun­to de la naturaleza «como si» fuese el pro­ducto finalista de una inteligencia divina. Así tampoco el fin divino al que se consi­dera dirigida la totalidad de la naturaleza, puede ser objeto de conocimiento sino sólo de una fe práctica, lo cual lo sitúa en el cumplimiento de la ley moral, en cuanto es una exigencia de la razón creer que la an­títesis entre mundo sensible y ley moral (v. Crítica de la Razón práctica) venga a resolverse, en la totalidad de la naturaleza, en una subordinación del primero a la se­gunda.

Esto en cuanto a los juicios teleo­lógicos generales: los particulares, en cam­bio, con que se afirma la adecuación a un fin para un fenómeno particular, son po­sibles sólo para objetos en los cuales el fin mismo sea inmanente (esto es, para las obras humanas) puesto que la finalidad ex­trínseca se podría juzgar únicamente si pu­diésemos captar en toda su plenitud y en cada uno de sus detalles la sucesión casual constitutiva de la naturaleza. Aunque en la naturaleza domine siempre el mecanicismo, hay, sin embargo, fenómenos, y precisamen­te los organismos, que nos parecen «como si» la idea del todo, en cuanto fin, deter­minase la estructura de cada uno de sus órganos. El conocimiento científico debe ciertamente indagar hasta dónde es posible el nexo causal existente entre los fenóme­nos orgánicos, pero entre el hecho inexpli­cable de la vida deberá sentir la necesidad de pasar al juicio teleológico, el cual, si bien es «constitutivo» de conocimiento, tie­ne, sin embargo, un valor eurístico, en cuan­to estimula a aclarar cada vez mejor la conexión de las causas dentro de las cua­les se realiza el milagro de la correspon­dencia a un fin. La originalidad de la Crí­tica del juicio consiste en la neta distin­ción de la esfera de actividad del senti­miento respecto a la esfera lógica y a la práctica con que Kant superó tanto el he­donismo como el moralismo y el intelectualismo estáticos, y pone los fundamentos de la estética moderna. También el descubri­miento de un punto de vista más profundo para la comprensión de la realidad, el cual consigue el autor en la segunda parte de la obra, esto es, el teleológico, ha revelado después, en el idealismo postkantiano, y en las mismas investigaciones de las ciencias naturales, una gran fecundidad que el mis­mo Kant, demasiado preocupado por la con­cepción del conocimiento físico, mecánico y matematizante, elaborado en la Crítica de la Razón pura, no podía prever. [Trad. de Manuel García Morente (Madrid, 1914)].

E. Codignola