[Kritik der praktischen Vernunft]. La segunda obra fundamental del filósofo alemán Immanuel Kant (1724-1804), publicada en Riga en 1788. En la Crítica de la Razón pura (v.), el filósofo había llegado a la conclusión de que la razón — la facultad que aspira a superar el plano de los fenómenos condicionados y relativos, para alcanzar, mediante las ideas, el mundo de lo incondicionado y lo absoluto — no alcanza en su uso teorético, su objeto; y por esto una metafísica como ciencia no es posible. Con todo, ya en las conclusiones de aquella obra, el autor advertía que, junto al uso teorético, la razón tenía un uso práctico, o sea que podía determinar su objeto mediante la acción, y que, por lo tanto, una metafísica era sólo posible como metafísica de las costumbres, o sea como moral.
Para abrir el camino a esta metafísica de las costumbres, Kant escribió a continuación el Fundamento de la metafísica de las costumbres (v.) y la Crítica de la Razón práctica. En la primera de estas dos obras, Kant quiso desembarazar el terreno de la ética de las confusiones y superficialidades de la filosofía popular y llegar a este resultado: la moralidad es por completo independiente de todos los impulsos y tendencias naturales o sensibles; la acción moralmente buena es aquella que únicamente obedece a la ley moral en cuanto tal, y por lo tanto, esta última es puesta únicamente por la razón. La vida moral implica, en tal caso, como postulado suyo, la «libertad», o sea la capacidad de la razón por sí sola para determinar la conducta, la «inmortalidad del alma», y la «existencia de Dios». La Crítica de la Razón práctica prosigue la misma investigación, pero, por decirlo así, invierte el método; mientras en el Fundamento la vida moral era la «ratio cognoscendi» de la libertad como postulado necesario para que la vida moral fuese posible, aquí la libertad es indagada como «ratio essendi» de la moralidad, o sea que se demuestra que la ley moral proviene de la idea de libertad, y por lo tanto la razón pura es por sí misma práctica; o sea que la idea racional de la libertad determina por sí misma la vida moral y demuestra así con el hecho su realidad. Por lo tanto, lo in- condicionado y lo absoluto inaccesible para la razón en la esfera del conocimiento, es realmente alcanzado por ella en la esfera de la moralidad; es ésta la esencia del famoso «primado de la razón práctica», partiendo del cual Fichte llegará a la conclusión de que no es en la «cosa en sí» exterior al sujeto, sino en el sujeto puro, o Yo absoluto, como razón práctica e impulso moral puro, donde se debe buscar el absoluto sobre el cual fundar el edificio de una metafísica crítica.
También esta obra, como la Crítica de la Razón pura, se divide en «Doctrina de los Elementos» y «Metodología»; pero la primera no se subdivide en Estética, Analítica y Dialéctica, sino únicamente en «Analítica» y «Dialéctica». Evidentemente, porque mientras el uso de la facultad teorética se levanta sobre la sensibilidad y tiene en ésta las condiciones de su existencia, la facultad práctica, al contrario, surge como oposición a toda determinación sensible, y por esto el elemento sensible de ella (el «motivo»), no se puede presuponer sino que ha de ser deducido, del momento racional puro. La Analítica examina en primer lugar los principios de la razón práctica, y, después de haber distinguido las «máximas» (subjetivas, esto es, que contienen una condición considerada por el sujeto como válida solamente para su voluntad) de las «leyes» (objetivas, o sea que contienen una condición reconocida como válida para la voluntad de todo ser racional) demuestra que todos los principios prácticos que presuponen un objeto o materia del querer, son empíricos y no pueden proporcionar leyes prácticas; que ese objeto material del querer es uno sólo, la propia felicidad, la cual depende de la naturaleza empírica de cada sujeto particular; y que, por lo tanto, las leyes prácticas pueden ser sólo formales. Ahora bien, una voluntad determinada por la mera «forma» de la ley y, por lo tanto, independiente de todo estímulo empírico es «libre»; por esto la libertad y la ley práctica (moral) incondicionada se corresponden una con otra. Esta ley, o imperativo categórico, se formula de este modo: «obra de manera que la máxima de tu voluntad pueda siempre valer en todo momento como principio de una legislación universal».
Se sigue de ella que, así como esa ley contiene la mera forma (universalidad sin contradicción) de la razón, «la razón pura es por sí sola práctica, y da (al hombre) una ley universal, a la que llamamos ley moral». La conclusión es la afirmación de la autonomía de la voluntad como único principio de todas las leyes morales, autonomía que consiste «en la independencia de toda materia de la ley (o sea, de un objeto deseado) y, con todo, al mismo tiempo, en la determinación del libre albedrío mediante la mera forma legislativa universal, de que una máxima debe ser capaz». Tal independencia es la libertad en sentido negativo; la legislación de la Razón pura, es la libertad en sentido positivo. Sentado esto, Kant pasa a establecer el «concepto» de la Razón pura práctica, o sea el objeto que sea un efecto posible (desde el punto de vista moral) de la libertad: éste es el bien («Gute») que debe ser distinto de lo agradable («Wohl»). El bien debe ser determinado a priori, esto es, independientemente de todo contenido empírico en que se revele: no debe ser pues, determinado antes de la ley moral, sino sólo después y mediante ella. Hay también aquí otra característica inversión de esta Crítica respecto a la precedente: en aquélla, las categorías precedían y fundaban los principios del intelecto; aquí es, en cambio, el principio el que precede y funda la categoría ética. Y esto se comprende, porque, si la razón es, como ha mostrado el Fundamento, de por sí práctica, del puro principio de ella, la libertad, se debe poder deducir todo el mundo moral. El tercer capítulo de la Analítica está dedicado a los «motivos» de la Razón práctica, esto es, el motivo determinante subjetivo de la voluntad moral.
Éste debe ser empírico, y, con todo, no debe tener ningún origen empírico y natural, como el provecho personal o la felicidad. Tal motivo, opuesto más bien a la busca del placer, porque la ley moral como motivo determinante de la voluntad «causa daño a todas nuestras inclinaciones» y «debe producir un sentimiento que puede ser llamado dolor» no puede ser sino el respeto a la ley por sí misma. Este sentimiento es producido mediante un principio intelectual, y es el único que nosotros conocemos completamente a priori y cuya necesidad podemos comprender. Es más, debe decirse que «el respeto a la ley no es un móvil para la voluntad, sino que es la moralidad misma, considerada subjetivamente como motivo». El propio Kant no se oculta la dificultad de semejante concepción, ni la paradoja de un sentimiento (que por definición es empírico y pertenece siempre al yo fenoménico) a priori y libre. La deducción de la ética práctica de la analítica no se puede decir que queda lograda; el paso del plano de la Razón pura al plano psicológico del sujeto empírico, de la forma universal de la ley o su resonancia en el alma individual, sigue siendo un punto oscuro no sólo de la moral kantiana, sino de toda filosofía idealista racionalista, punto sobre el cual insistirían todas las corrientes neorrománticas hacia mediados del siglo XIX. Poco nuevo, respecto a cuanto ya conocemos por Fundamento añade la «Dialéctica de la Razón pura práctica». El objeto entero y absoluto de la Razón pura práctica es el «sumo bien», o sea el acuerdo entre felicidad y virtud: contiene una antinomia porque «o el deseo de la felicidad debe ser la causa motora para la máxima de la virtud» (lo cual es absolutamente imposible, como ha mostrado la Analítica) «o la máxima de la virtud debe ser la causa eficiente de la felicidad», lo cual es también imposible, porque en el mundo reina una conexión de causas y efectos que no se conforma con las intenciones morales de la voluntad.
La solución de la antinomia es dada, si se admite la primacía de la Razón práctica, por la «fe moral» en la inmortalidad del alma (necesaria para que exista una vida en que la virtud reciba su premio) y por la existencia de Dios (cuyo intelecto y cuya voluntad se ponen de acuerdo en constituir la naturaleza de modo que puedan realizar en ella ese acuerdo). Inmortalidad y Dios son «postulados» de la Razón pura práctica, con los cuales se resuelven positivamente sobre el terreno práctico, los problemas que la metafísica teórica debe dejar sin resolver. Tal es la gran obra kantiana, cuya influencia sobre todo el pensamiento filosófico posterior, hasta nuestros días, ha sido inmensa, y que ha planteado los problemas de la ética en un plano completamente nuevo, suscitando vivacísimas discusiones entre formalistas y personalistas, entre idealistas y fenomenólogos. [Traducciones de Antonio Zozaya (Madrid, 1886) y de E. Miñana y Manuel García Morente (Madrid, 1913, y Buenos Aires, 1939)].
G. Preti