Corán

[En árabe qur’an, del siriaco qeryana, «recitación salmodiada»]. Según los musulmanes es la palabra increada de Dios revelada por medio del arcángel Ga­briel a Mahoma; para la crítica europea, es obra personal y auténtica del profeta de Arabia, que éste, con inspiración subjetiva de innegable sinceridad, fue comunicando a sus seguidores en el curso de los veinticinco años dé su misión (aproximadamente 610- 632 d. de C.). Probablemente analfabeto y sin duda no familiarizado con la escritura, como gran parte de sus coterráneos, Ma­homa dictó las revelaciones que creyó re­cibir de Dios, confiándolas a rudimentarios procedimientos de fijación por escrito, de­bidos a iniciativa privada (trozos dé piel, trozos de cerámica, hojas de palmera, omo­platos de animales), pero, sobre todo, a la memoria. No fue iniciada ninguna com­pilación sistemática en vida del Profeta. Poco después de su muerte, la desaparición en la lucha de muchos «portadores del Co­rán», es decir, de los que se lo sabían de memoria, provocó una primera compilación, ordenada por el califa Abü Bakr, pero ca­rente de todo valor canónico y oficial, has­ta el extremo de que junto a ella continua­ron subsistiendo otras transcripciones pri­vadas paralelas. Hasta el segundo sucesor de Abü Bakr, el califa Utman, hacia el año 650, no se llegó, por obra de una co­misión en la que tuvo gran parte el antiguo secretario del Profeta, Zayd ibn Tabit, a la fijación de un texto definitivo, que fue adoptado por el califa como único válido, y suplantó, no sin oposiciones, las demás ver­siones competidoras.

Aquel texto, en el que, sin embargo, subsisten diversas variantes de lectura (canonizadas por la ortodoxia mu­sulmana, como «las siete lecturas» que se remontaban a otros tantos doctos transmi­sores del Sagrado Texto) puede hoy ser considerada como la Vulgata del Islam. Los criterios que en su compilación siguió la comisión nombrada por Utmán, fueron del todo extrínsecos, y nocomisiónron ni el or­den cronológico ni las afinidades de con­tenido de las revelaciones. Fundándose en la primitiva compilación privada de Abü Bakr reagrupó las azoras o capítulos del Corán según un orden decreciente de ex­tensión (probablemente por analogía con el tipo de ordenación de los «divanes» poéti­cos), que representa de modo más o menos aproximado el orden cronológico invertido. Así, después de la llamada Fatiha o azora introductoria, que es una breve doxología, se encuentran en la actual ordenación del Corán primero las más largas y tardías azo­ras del período mediní, y van decreciendo en longitud, hasta las breves y brevísimas del más antiguo período mekí, que reflejan los primeros extractos de la inspiración de Mahoma. De las 114 azoras que comprende el Corán, la primera después de la Fátiha tiene, de este modo, 286 versículos («aleyas» ayat), y la última, seis; además de esta di­visión fundamental en azoras, el Corán se divide, para el uso litúrgico de su recitación, en 30 partes («agzá»), y en 60 secciones («ahzáb»).

El orden cronológico aproxima­damente reconstituible, refleja las diversas fases de la experiencia religiosa de Maho­ma: las más antiguas azoras mekíes (de la Meca) en cortos versículos cadenciados, en estilo relampagueante y agitado, son pro­clamaciones de la unicidad y omnipotencia de Dios, de su arcano Juicio Supremo sobre el mundo; descripciones de la catástrofe final, sones de apocalípticas trompetas, apa­sionadas llamadas a los hombres para que se preparen al «redde rationem», maldicio­nes contra los infieles. He aquí, por ejemplo, la azora de las «Jacas veloces» (100): « ¡Por las jacas, corredoras, jadeantes, chispas des­pidiendo, que al alba parten para la batalla, levantando polvo, penetrando la masa enemiga! En verdad, el hombre es ingrato hacia su Señor; él mismo lo atestigua; es tenaz su amor por los bienes del mundo. ¿No sabe, pues, que un día las tumbas serán abiertas, que los corazones serán revelados, y que en aquel día su Señor lo sabrá todo acerca de ellos?» Otras se apoyan en los signos anunciadores del fin del mundo, esbozan cuadros de delicias paradisíacas y tormentos infernales, susurran apotropaicos conjuros. Después, poco a poco, el tono se calma y discurre con más sosiego; las visiones líricas y apocalípticas van siendo sustituidas poco a poco por la homilía edificante (en la que algunos autores han creído percibir el reflejo de la homilética siria nestoriana), el razonamiento y la auténtica predicación.

La omnipotencia divina queda demostrada, no sólo por su intervención creadora y destructora en el Cosmos sino con ejemplos «históricos» sacados de las Escrituras bíblicas, y de las antiguas leyendas de Arabia: son las historias de los Profetas, repetidas y variadas hasta la saciedad, que llenan tanta parte de las menos antiguas azoras mequíes: Abrahám (v.) y Lot (v.), Noé (v.) y José (v.) Moisés (v.) y Jesús, y los árabes Salih y Sucayb, que Dios mandó a las incrédulas poblaciones de Ad y Tamud. Las fuentes de estas narraciones, por la parte judaica, son, más que el Antiguo Testamento, y midrásicas; y para los orígenes cristianos los Apócrifos del Nuevo Testamento (v.) (todo ello lo conocía Mahoma por vía oral y posteriormente lo mezcló y confundió); para la parte árabe, antiguas tradiciones nacionales. Esta materia está refundida en el característico estilo narrativo del Corán, oscuro, que procede por saltos, insinuaciones y alusiones a menudo ininteligibles sin adecuado comentario. Al mismo tiempo se van dibujando las líneas principales de la teología y de la teodicea musulmanas, y la doctrina del Profeta toma cuerpo progresando del estadio inicial de pura admonición y apelación al restaurado monoteísmo. La hégira o emigración a Medina (oroño de 622 d. de .C) así como divide netamente en dos partes la carrera del profeta, señala también una marcada separación entre dos partes de la correspondiente revelación.

Mahoma ya no es la «vox clamantis in deserto», ni el combatido jefe de una pequeña comunidad doliente, sino el Legislador, el Soberano, el árbiyro supremo en paz y en guerra, de un nuevo Estado, que del núcleo mediní crecerá en aquel decenio hasta abarcar buena parte de Arabia, para después lanzarse a la conquista del mundo. A la parte netamente religiosa del Corán, viene, por lo tanto, a agregarse, a veces hasta el punto de dominarla, la política, jurídica, normativa, que predomina en el período mediní. La estructura de la nueva fe se precisa y elabora en muchos pormenores (es esencial, entre otras cosas, su ruptura con el judaísmo y el cristianismo, y la orientación del Islam hacia la Kacaba mekí, como religión puramente nacional; el universalismo, tal vez apenas entrevisto por el mismo Mahoma será un ulterior desarrollo después de su muerte); problemas de organización social, de derecho familiar y de guerra; polémica con judíos e hipócritas mediníes; relaciones entre el Profeta y sus compañeros, normas de cortesía e incluso de urbanidad, todo halla lugar, ya en caótico desorden ya con algún principio ordenador y sistematizador, en la Revelación. Junto con esta evaluación las azoras mediníes se van alargando cada vez más pasando a ser discursivas, prosaicas; desaparecidas las fulgurantes visiones de los primeros años, el Profeta acompaña, comenta y promueve la acción político religiosa con la Revelación, no vacilando a veces en volverse atrás, en modificar sus propias normas, en adaptar a situaciones cambiadas la palabra y el precepto divino (no se olvide que es siempre Dios quien habla en el Corán).

Los breves y palpitantes versículos de la primera época han sido sustituidos por largas tiradas, y las rimas martilleantes, característica de la prosa mágica del «carmen» mekí, apenas si pueden reconocerse en las débiles asonancias de las azoras mediníes. Aquí están los textos fundamentales del sistema jurídico musulmán, como por ejemplo, las célebres normas sobre la poligamia (Azora de las mujeres, 4): «Casaos con las mujeres que queráis – dos o tres o cuatro – ¸pero si teméis no poderlas tratar con equidad, entonces una sola o una esclava; es mejor así para no descarriarse. Dad a las mujeres su dote liberalmente, pero si a ellas les place dejaros una parte, coméosla con ale­gría y salud»; o las penas contra los incon­tinentes (Azora 24): «El fornicador y la fornicadora, a cada uno de ellos, cien lati­gazos y no os contenga la compasión en apli­car la sentencia de Dios, si creéis en él y en el día del Juicio. Cierto número de creyentes asistan al castigo de ambos. El for­nicador se case únicamente con la fornica­dora o la idólatra, y la fornicadora no se case sino con el fornicador o el idólatra; matrimonios prohibidos a los creyentes»; o las normas de sucesión (Azora 4, 12 y si­guientes) : «Dios os prescribe para vuestros hijos: al varón la cuota de las hembras, y si fuesen todas hembras y más de dos, a ellas los dos tercios de la herencia; si la hija es única, a ella la mitad; a cada uno de los padres del muerto, una sexta parte, si tenía un hijo; si no tenía hijos, heredan los padres; a la madre un tercio; pero si el muerto tenía hermanos a la madre el sexto después de pagados los legados y las deudas…».

Nos hallamos en medio del más árido legalismo, muy lejos de toda profun­da fuente de vida religiosa, la cual, por otra parte no queda nunca tan totalmente seca que no asome alguna vez aquí y allá. Comprender y valorar rectamente el Corán, sea por el lado religioso, sea por el litera­rio, es muy difícil para un occidental. A la ilimitada admiración y devoción de la fe islámica, que considera ese libro sagrado como inigualable milagro divino, se con­trapone para nosotros, tan desconcertante como ésa, la incomprensión ilustrada, el desprecio volteriano hacia una aburrida y desaliñada serie de patrañas y minuciosas prescripciones mortificantes. Limitándonos aquí a un juicio meramente literario, no podemos negar la impresión de caos, y al mismo tiempo de monotonía y fatiga que su lectura continuada suscita, especialmente en la inhábil y falsa disposición de la ver­sión oficial. Se llega a un juicio más fa­vorable mediante una lectura guiada por la cronología y el principio antológico, y por el conocimiento del ambiente en que el Corán nació y al que originariamente estaba destinado: el mundo árabe primitivo, des­conocedor de una tradición superior moral y religiosa, al que la agitada palabra del Profeta abrió más altos y vastos horizontes, y supo comunicar el sentido de lo divino, con una sugestión de estilo, especialmente en su primitivo mensaje, que no se puede ignorar. La fuerza de la tradición hizo lo demás, y a pesar de aisladas voces de crí­tica blasfema, el Corán ha seguido siendo, a lo largo de todo el desarrollo de la civi­lización musulmana, inspiración, luz y guía total. [Trad. castellana de Juan Vernet (Bar­celona, 1953)].

F. Gabrieli

Quemad todos los libros, pues el valor de todos ellos está compendiado en éste. (Ornar)