Confesiones de San Agustín

[Confessiones]. Obra fundamental, junto con la Ciudad de Dios (v.), de San Agustín (Aurelius Augustinus, 354-430), escrita alrededor del 400, cuando hacía ya cinco años que era obispo de Hipona. Contienen la historia es­piritual del santo, la formación de su pen­samiento y su iniciación mística, hasta el punto de representar a la vez una gran obra filosófica y una dramática autobiografía. Está dividida en trece libros: narra pri­mero su infancia, sobre la cual pesa la sombra del pecado; reanudando una con­cepción maniquea, Agustín critica la ino­cencia infantil, y observa cómo, ya en su primera edad, el hombre se inclina fatal­mente hacia la culpa, o sea hacia la satis­facción de sus sentidos (primer libro). Co­mienza después la adolescencia; en el re­cuerdo de un pequeño hurto, apunta ya la concepción agustiniana del pecado como desviación del bien; al robar unas man­zanas verdes, él no buscaba en realidad la cosa robada, sino sólo una afirmación de libertad. Ahora bien, la libertad es cosa buena, en su significado absoluto, como li­beración de las pasiones del espíritu, pero se convierte en culpa cuando es conside­rada en relación al individuo, como su des­vinculación de la ley moral para logro de una propia satisfacción (segundo libro).

Los primeros años de su juventud aparecen do­minados por dos episodios: la lectura del Hortensio de Cicerón, que fascina al joven con sus bellas palabras, y los halagos de los maniqueos, los cuales, predicando la doc­trina de una doble divinidad, del bien y del mal, ayudaban en cierta manera a Agus­tín a explicar el problema del pecado, que desde entonces siente fuertemente (tercer libro). Continúan las experiencias juveniles; su carácter se revela apasionado y ambi­cioso, y con la enseñanza y el estudio trata de alcanzar sus metas, al tiempo que en el generoso sentido de la amistad intenta expresarse su carácter ardiente. La muerte de un amigo conmueve profundamente a Agus­tín. ¿Pero qué es, pues, el mal metafísico, fatalmente arraigado en la existencia que nace y muere? También el mal metafísico, como el mal moral, es desviación de un bien: se muestra sólo como un mal consi­derado en relación con nosotros mismos; pe­ro se revela como un bien si es proyectado en el orden del universo y en sus finalidades últimas. Las lágrimas vertidas por el amigo muerto eran causadas por ese excesivo sen­tido de individualidad (cuarto libro). Des­contento del maniqueísmo y de las elegan­cias de la retórica, a la que se había dedi­cado, Agustín parte para Roma, soñando con la gloria; pero en Roma sus alumnos se bur­lan de él y marcha a Milán, donde puede escuchar los sermones de San Ambrosio (quinto libro). La impresión es fortísima, pero, como por reacción, su fogoso tempe­ramento le domina y le impulsa a aventuras amorosas, que le hacen caer en un angus­tiado terror de la muerte (sexto libro). Fi­nalmente, un rayo de luz; no es todavía el Cristianismo, sino algo que viene a ser su primer grado: el neoplatonismo.

De los neo- platónicos Agustín aprende a concebir una divinidad incorpórea, sin límites y sin for­mas. No es todavía el Cristianismo; Agus­tín distingue aquí netamente las dos con­cepciones: los neoplatónicos alcanzan la idea de Dios pero no su amor; captan su abs­tracción, pero no su esencia de bondad in­finita (séptimo libro). De todas formas, la barrera se ha hecho pedazos; su férvida imaginación no se vincula ya a la imagen para elevarse a la divinidad y, poco a poco, se afina en arrebato místico para llegar a la intuición. Durante una profunda crisis espiritual, Agustín oye una voz: « ¡Toma y lee!»; abre el Evangelio; un pasaje de la Epístola a los Romanos le ilumina; corre al lado de su madre, Santa Mónica, que siempre ha deseado su conversión, y se so­siega en sus brazos. Estas últimas páginas del libro octavo y las del noveno, que cul­minan en el décimo y undécimo capítulos, donde se narra el coloquio místico con su madre y el éxtasis y muerte de ella, cuen­tan entre las más altas de la literatura re­ligiosa. En el libro décimo comienza la parte más propiamente especulativa con el análisis del problema del conocimiento. Dios no es cognoscible por el conocimiento ra­cional, que tiene su origen en los sentidos y que sólo puede referirse a las cosas que están en el tiempo y en el espacio. Dios, en efecto (libro undécimo), no está en el tiem­po: el tiempo no es una realidad, es un acto psíquico, una distensión del ánimo cons­tituida por tres inexistencias: el pasado, que no es ya; el futuro, que no es todavía, y el presente, que, por pequeño que sea, está hecho siempre de pasado y de futuro. Sólo es real lo eterno, que podemos imaginar como un continuo presente; y Dios es en la eternidad.

En el libro duodécimo, se in­vestiga en las antiguas escrituras la reve­lación de estas verdades: manifiestan, en efecto, lo verdadero, por medio de una simbología universal accesible a todos; los sencillos de espíritu lo hallan bajo formas elementales, los sabios alcanzan su esencia profunda. ¿Pero cómo le es posible al hom­bre, que existe en el tiempo, conocer a Dios, que existe en la eternidad? El libro decimo­tercero responde a esta pregunta: el cono­cimiento de Dios es innato en el hombre en las tres certidumbres inseparables del ser, saber y querer. El hombre no puede dudar que es, sabe que es y quiere ser; y estas tres certidumbres son precisamente los símbolos de la Trinidad innatos en el hom­bre; ser absoluto (el Padre), saber absoluto (el Hijo), absoluta voluntad del bien (el Espíritu). El libro se concluye en la con­templación de todo lo creado a la luz de esta verdad. Publicadas en uno de los pe­ríodos más dramáticos de la historia huma­na, las Confesiones constituyen el funda­mento del pensamiento especulativo cristia­no y, en gran parte, de todo el pensamiento moderno. Son una verdadera epopeya de la conversión cristiana, encerrada en el drama interior de un hombre, en quien se afirman todos los elementos pasionales y teoréticos que la puedan fundar. Poquísimas obras, en la literatura de todos los tiempos, mues­tran como ésta, con su indisoluble unidad, el desarrollo de una experiencia especula­tiva, y el de una experiencia religiosa y hu­mana. [Entre las traducciones clásicas hay que citar la de Fr. Sebastián Toscano, agus­tino (1555) y la del jesuita Pedro de Ribadeneira (1596). En el siglo XVIII, la de fray Francisco Antonio de Gante (Madrid, 1735) y la mejor de Eugenio de Ceballos (Madrid, 1781-83)].

U. Déttore

No creo que Agustín pueda ser igualado por nadie. Fue demasiado gran hombre en todos respectos, demasiado inaccesible. (Petrarca)

Él solo ofrece todas las dotes del escritor cristiano: activo en enseñar, lleno de ner­vio en reprobar, fervoroso en exaltar, afa­ble en consolar, siempre piadoso y respi­rando verdadera mansedumbre cristiana. (Erasmo)

En las Confesiones de San Agustín se aprende a conocer al hombre como es. El Santo no se confiesa a la tierra, sino al cie­lo; y nada oculta a Aquel que todo lo ve. (Chateaubriand)

En las Confesiones de Agustín la poesía, la naturaleza, la individualidad humana aparecen sólo para ser inmoladas a la gra­cia divina. Es la historiauna crisis del alma, de un renacimiento, de una vida nueva. (Michelet)