Concierto en re Mayor, op. 61, para Violín y Orquesta, de Beethoven.

Compues­to en 1806, año que vio nacer también la Cuarta sinfonía (v.), el Cuarto concierto para piano, y los Cuartetos (v.), op. 59, este Concierto para violín y orquesta refleja un momento de elevada dicha espiritual y de singular felicidad creadora en Ludwig van Beethoven (1770-1827). Contrariamente a lo que sucede en los Conciertos para piano (v.), el instrumento solista no se opone a la or­questa, sino que emerge de ella como una flor maravillosa. La estructura amplísima y armoniosa del primer tiempo, «Allegro ma non troppo», perjudica tal vez un poco el equilibrio del conjunto: el «Larghetto» y el «Rondó» acaban por parecer de este modo un poco tenues y expeditivos, si bien Bee­thoven los haya juntado, formando el Con­cierto con dos grandes masas. Pero la cali­dad excepcional de los temas y sobre todo la maravillosa arquitectura unitaria del «Allegro» desvían casi todo el peso del in­terés en la primera mitad de la composi­ción. La orquesta expone en perfecto estilo sinfónico los tres temas principales, idílicos, de estructura vasta y compleja. El primero, casi tímido, es presentado por los instru­mentos de viento por encima de un inter­mitente y regular percusión de timbales.

Pero cuando llega, después de dos frases melódicas de cuatro compases, a descansar sobre la tónica («re»), la cuerda interviene, asumiendo la figura rítmica propuesta por los timbales, con un inesperado «re soste­nido», repetido cuatro veces, que pareció, y a los pedantes les parece aún, inexplicable, cuando en realidad es un verdadero ha­llazgo: lo imprevisto de la modulación au­menta la sorpresa por la intervención de la cuerda, cuyo timbre resulta casi irrecono­cible como si fuese la humorística intrusión de un ruido extraño en la armonía de la madera. Ésta toma de nuevo la segunda par­te del tema en largas e informes escalas as­cendentes, hasta un episodio de transición (robustos acentos en menor, con angulosos grupos de cuatro semicorcheas típicas de la llamada segunda manera de Beethoven), que es el único elemento de energía y excita­ción en todo el Concierto, y conduce final­mente al segundo tema que se termina de una manera dulcísima y perfecta. Éste se presta a elegantes modu­laciones, hasta que se presenta, fortísimo pero nostálgico, repartido en respuestas si­métricas entre los más agudos y graves ins­trumentos orquestales, el tema conclusivo que presenta el aspecto de fragmento ape­nas insinuado, casi como si emergiese de improviso del eco de una canción amiga. La exposición de estos tres elementos se repite y amplifica con la intervención del violín solista, el cual, si bien está tratado de una manera preferente según una función lírica y «cantabile», imprime también al primer tiempo un carácter ligeramente académico: de espléndida academia. La íntima y dulcí­sima aparición del segundo tema (B) tiene lugar mediante un largo trino del violín; generalmente son las intromisiones y las recíprocas entradas del solista en la or­questa, o viceversa, las que han sugerido a Beethoven los efectos más sorprendentes: como, por ejemplo, el final de la «cadenza» en este mismo «Allegro»; y el dulce y casi melindroso movimiento con el cual el violín solista, muy agudo, suele finalizar el tema conclusivo.

El desarrollo, bastante breve y sobrio, pre­senta casi inmediatamente un momento de incomparable efecto que recuerda el «Allegretto» de la Séptima Sinfonía (v.); las mo­dulaciones del dulce y afectuoso segundo tema (B) se presentan, a continuación, en un fortísimo, a cargo de toda la orquesta, que acrecienta con fuerza las unidades rít­micas. Luego, el violín se separa de la or­questa y la conduce a la grandiosa reexposición, seguida por una breve coda que con­tiene la vertiginosa «cadenza». El «Larghetto» está en forma de «Lied», con tres breves variaciones en las cuales el violín solista inicia un sobrio diálogo con las trompas y los clarinetes, luego con el fagot: la expre­sión es tenue, íntima, casi misteriosa. Lue­go, irrumpe el violín en un canto apasio­nado, rico en adornos melódicos, y final­mente se reemprende el tema, pero en for­ma de variación, relacionada con el motivo central. Una breve «cadenza» introduce el alegre «Rondó», de estructura quizás algo uniforme y sin sorpresas, estructurado so­bre la base de un tema principal de interés especialmente rítmico, y dos temas secun­darios, el segundo de los cuales, en «menor», presenta un carácter patético y discursivo. La instrumentación, muy cuidada, da lugar a un notable efecto al recoger de nuevo el tema por parte del violín, mientras la or­questa interviene poco a poco por fami­lias de instrumentos. El violín no tiene ya más pasajes de virtuosismo, salvo la «ca­denza», pero guía la orquesta con brío y vivacidad.

M. Mila