[Abrégé de l’histoire du Port-Royal]. Monografía histórica de Jean Racine (1639-1699), en dos partes: la primera fue publicada en Colonia, en 1742; la obra completa apareció en Viena, en 1767. Tras alguna noticia sobre la histórica abadía de Port-Royal, fundada por los cistercienses en el año 1204, el autor habla largamente de la madre María Angélica Arnauld, que nombrada abadesa de aquel monasterio, en el período de su más miserable decadencia, cuando sólo tenía dieciocho años, logró, gracias a su santidad y a su firmeza, reformarlo de tal modo que a principios del siglo XVII, llegó a ser un foco de piedad y un modelo de disciplina para todos los conventos de la orden. Siguen las vicisitudes del convento, que en 1626 se trasladó a París, convirtiéndose en un foco de piedad y de doctrina por obra de sus grandes «solitarios», la Escuela de Port-Royal.
Racine salió de esta escuela, y llevó su sello indeleble, a través de todas las peripecias de su vida, peripecias que en ciertos momentos le alejaron de sus antiguos maestros, contra los que se dirigió en Carta al autor de las herejías imaginarias [Lettre á Vauteur des hérésies imaginaires, 1666]. (Una segunda carta, que no fue publicada por el autor, apareció en 1727). Sin embargo, cabe afirmar que este movimiento, que surgido en defensa de la catolicidad contra la irreligión y de la iglesia francesa contra las injerencias de la Curia Romana, fue perseguido por la autoridad, no sólo religiosa, sino también civil, que en el mismo sospechó injustamente el germen de un partido político, no pudo separarse de la conciencia de Racine, seguramente un poco angustiada por el remordimiento de sus páginas juveniles. Y hace por eso en esta obra la apología del movimiento mismo. La apología y la historia, se entremezclan con finura y discreción, sin que la historia se falsee, sino prodigando el autor toda su elocuencia para iluminar los aspectos inatacables del movimiento, en tanto que se cierne sobre lo que es teológicamente incriminable. Por tanto, el autor, por una parte, analiza en todos sus motivos y en sus medios más duros, la lucha de los jesuitas contra Port-Royal; por otra parte nota, con la consciente sobriedad del artista, la heroica constancia de las víctimas: el abate de Saint-Cyran, director del convento, que introdujo en él la doctrina de Jansenio, Antonio Arnauld, el teólogo intrépido e incansable obligado a huir desterrado, las mujeres, no menos firmes que los hombres en negarse a firmar el Formulario que condenaba la doctrina jansenista, y que fueron expulsadas de su convento y obligadas a dispersarse por otros monasterios. Racine, gran prosista además de gran poeta, con este compendio dio, a la historiografía francesa de su siglo, su obra mejor.
E. C. Valla