Claves Líricas, Don Ramón del Valle-Inclán

Don Ramón del Valle-Inclán (1865-1936) publicó tres libros de ver­sos. Cada uno de temática peculiar. Tres libros muy breves que luego se recogieron con el título general de Claves Líricas. El primero de ellos, Aromas de leyenda (v.), cae dentro de ese aspecto del modernismo que el propio Rubén Darío bautizó con el nombre de «recreaciones arqueológicas», ya que buena parte de él está bajo el signo del ermitaño que durmió trescientos años escu­chando al ruiseñor. De ahí también esa mi­nucia de primitivo de que tanto gustó el modernismo. (Página de misal, lirio fran­ciscano, etc.) La técnica del poeta se instaura dentro de los moldes rubenianos: do­minan los alejandrinos y los eneasílabos que se combinan en pareados, en tercetos monorrimos (AAABBB…) y en sextetas (AABCCB o AABBBB). Todo el texto es un canto a Galicia, presente en el ambiente (palacios, maizales, mendigos, etc.), y en la canción- cilla galaica con la que se cierran once de los catorce poemas del libro. El núcleo cen­tral de la obra son las «prosas de dos ermi­taños», donde San Serenín y San Gundián exponen sus cuitas y sus temores en tomo al destino del espíritu, al valor de las cosas en función de la Eternidad, al miedo del alma cercada de fuegos o de tinieblas. Todo, en la voz de los eremitas, como en tanto retablo valleinclanesco, se resuelve en la seguridad de la muerte: tras el milagro, sólo cabe la sepultura abierta. Y ése es el des­tino de San Gundián, una vez oído el canto milagroso del ruiseñor. El pasajero (v.), se titula el segundo libro de poemas. Con el precedente coincide, externamente, en el empleo de unos moldes estróficos y en la de­lectación con que se emplean los adjetivos modernistas.

Sin embargo, hay ahora una preocupación mucho mayor que en el libro anterior, no exenta de los problemas teosóficos de su época. En cuanto al conteni­do, se acentúa cada vez más el sentimiento de dolor y de muerte que los Aromas traían. Por eso la tristeza mayor ha de encontrarse en el tiempo fugitivo y esta fugacidad, enemiga del hombre, queda identificada en el gran Enemigo («El tiempo es la carcoma que trabaja / Por Satanás…»); para vencer el tiempo que rompe la vida no es posible otro camino que el de la renuncia y la bús­queda del yo interior. Una y otra vez, la cruz aparece en el libro como símbolo de resignación o de combate, pero este tibor de rosas abiertas que son los treinta y tres poemas, exhala toda clase de perfumes. Los más limpios anhelos se quiebran ante el dolor y la muerte, negros espectros a los que se trata de combatir con fuerzas muy distantes: asomos de cristianismo, sombras panteístas, mitos solares e indagaciones ca­balísticas. Todo reunido, caminos inciertos, como en la preceptiva de La lámpara mara­villosa. Todo decorando una dramática si­tuación espiritual en la que el alma vacila y en la que la religiosidad es cobertura esté­tica para dejar sin paz al alma, desasosegada por la lucha, ciega y sin camino de Damas­co en su dolor. La pipa de Kif (v.), tercero y último libro de versos de Valle-Inclán, conserva buena parte de los moldes moder­nistas de las obras anteriores, pero su te­mática es totalmente distinta. Ahora tene­mos el mundo populachero de las verbenas, el carnaval o el circo. Ellos y la agria vi­sión de Medinica llegan por entero las pá­ginas de los dieciocho poemas. A lo largo del libro se cita a Rubén, a Goya, a Solana: son los ángeles tutelares a cuyo cobijo po­drían ponerse estos versos.

Los demonios enemigos se llamarían Cotarelo, Cejador y Ricardo León, según se dice por esas mis­mas páginas. La total novedad con que los temas se tratan hace surgir un nuevo tipo de poesía, desgarrada, llena de notas chi­llonas y de gráfica expresividad. Por eso las estrofas modernistas adquieren en ella una nueva sonoridad, descoyuntada y agre­siva, de acuerdo con los temas tratados. Las visiones que Valle-Inclán nos ofrece están sugeridas siempre por manchas impresionis­tas, colores puros que irradian sus brillos desde las casetas de feria, gritos que suben mezclados con el aceite frito de las buño­lerías, olores de miasmas humanos que se adensan en las aglomeraciones. Casi la mi­tad de los poemas están dedicados a Medi­nica, pueblo negro, hirsuto y cruel, cuya representación es una buena estampa de España negra: jaques y coimas, adobes y corralizas, avaricia y miseria, curas y bea­tas; todo un mundo que aparece coronado por la horca en un tablado y animado por el romance de ciego de un crimen folleti­nesco.

M. Alvar