Chao Shih Ku Érh, Chi Chün-hsiang

[El huérfano de la familia Chao]. Drama chino en un pró­logo y cinco actos, en prosa y en verso, atribuido a Chi Chün-hsiang, que vivió bajo la dinastía Yüan (1270-1368). Es el número ochenta y cinco de la recopilación Yüan Jen Pai Chung Ch’u [Florilegio de los cien mejores dramas de la dinastía Yüan]. El asunto del drama está sacado ya del Tso Ch’uan (v.), ya de las famosas Memorias históricas [Shih Chi] de Ssüma Ch’ien (145-86 a. de C.), el mayor historiador chino. Es uno de los primeros dramas chinos que Occidente conoció. La acción se desarrolla bajo el reinado de Ling Kung (620-607 a. de C.), señor del reino de Tsin, uno de los estados feudales que componían China bajo la dinastía Chou (1122-255 a. de C.).

T’u An-ku, general en jefe del reino, odia a muerte al ministro Chao Tun, cuyo hijo, Chao So, es yerno de Ling Kung. En el prólogo, después de haber intentado en va­no hacerle asesinar, el general consigue, con hábil calumnia, hacerle pasar por traidor, de modo que recibe del soberano la orden de ejecutar a Chao Tun y destruir su estirpe. Unas trescientas personas pertene­cientes a los Chao son muertas y sólo que­da Chao So, yerno del monarca. Para quitarle también de en medio, T’u An-ku falsifica un decreto de Ling Kung y envía a Chao So un mensajero con una cuerda de arco, vino envenenado y un puñal, para que escoja uno de los tres medios para matarse. Chao So escoge el puñal, pero, antes de morir, recomienda a su mujer, encinta, que dé al que ha de nacer, en caso de que sea un varón, el nombre de Chao Shih Ku Érh (El huérfano de la familia Chao) y la misión de vengarle. En el primer acto, T’u An-ku se entera de que la princesa, viuda de Chao So, encerrada por él en el palacio, ha dado a luz un niño. Les hace vigilar a ambos, pero la desgraciada madre, sabiendo perfectamente cuál será la suerte de su hijo, trata de ponerle a salvo. Con­jura a Ch’eng Ying, su médico, a que se lleve al recién nacido, pero aquél, asusta­do, vacila, hasta que la princesa, en el col­mo de la desesperación, se estrangula en presencia suya. Entonces se decide Ch’eng Ying, esconde al niño en su cofre de me­dicinas y lo saca de allí. En el segundo acto, apenas se entera del hecho, el des­piadado T’u An-ku corre a remediarlo.

Fal­sifica un decreto en que se ordena la ma­tanza de todos los niños del reino, entre uno y seis meses de edad. Entretanto, el médico se dirige a T’ai-p’ing, pueblo donde reside Kung-sun Chu-chiu, su amigo y ex ministro, que vive allí retirado. Ch’eng Ying le propone educar ocultamente al huerfanito de los Chao; él, por su parte, sacri­ficará a su propio hijito de un mes, haciéndolo pasar por el hijo de la princesa, y está dispuesto a morir con él. Ruega para ello a Kung-sun que vaya a denunciarle. Pero éste le contesta con otra proposición: es bastante más viejo que Ch’eng Ying; que le deje, pues, el médico su hijito, se lleve al huerfanito y vaya, entonces, a denunciarle a él, Kung-sun, a T’u An-ku. Después de haber tratado inútilmente de persuadir al viejo, Ch’eng Ying se ve obligado a aceptar su voluntad. En el tercer acto el médico está junto a T’u An-ku, a quien revela que Kung-sun esconde al niño. El general se muestra incrédulo al principio, pero Ch’eng Ying le convence diciéndole que por amor a su propio hijo se ha hecho delator. T’u An-ku, con escolta de soldados y acompa­ñado por Ch’eng Ying, se dirige hacia Kung- sun y les enfrenta en careo. El viejo niega y sigue negando obstinadamente, aun cuan­do el general ordena apalearlo. Luego, abri­gando sospechas, ordena que sea el mismo médico quien apalee al viejo. Esta escena es una de las más trágicas y conmovedoras del drama.

Kung-sun, con las carnes y los huesos destrozados, vencido por el dolor, parece estar a punto de revelarlo todo, cuan­do los soldados, que entretanto han regis­trado la casa, traen al niño de Ch’eng Ying. T’u An-ku lo coge y lo parte en tres peda­zos, mientras el médico domina con esfuer­zos su dolor y Kung-sun muere, quebrándose la cabeza contra los escalones de una escalera. T’u An-ku expresa a Ch’eng Ying su agradecimiento y le hace ofertas de amis­tad. De ahora en adelante será huésped con­siderado en su palacio, donde educará a su hijo, y cuando éste sea hombre, T’u An-ku, que no tiene heredero, le adoptará. En el cuarto acto han pasado veinte años. T’u An-ku, ya viejo, está orgulloso de su hijo adoptivo que, como retoño de Ch’eng Ying, se llama Ch’eng Pei y ha crecido sano y vigoroso, entre estudios severos y el ejerci­cio de las armas, sin haber sospechado nada de la tragedia de su origen. T’u An-ku ha decidido matar al soberano y apoderarse del trono, pero entretanto Ch’eng Ying ha preparado ocultamente un volumen que con­tiene una serie de retratos de ministros y hombres probos a quienes el cruel general ha quitado de en medio. Y un día se lo muestra al joven, narrándole la historia dolorosa de su casa. Desolado por la reve­lación, Ch’eng Pei se rehace pronto y jura vengar a su padre. El quinto acto lleva las vicisitudes a su solución.

Ch’eng Pei infor­ma al soberano de las maldades de T’u Anku. El ministro Wei Kiang, recibe en se­guida la orden de matar al general y de extirpar su-raza. Ch’eng Pei, con un nutri­do grupo de hombres, se apodera de T’u An-ku y lo entrega a Wei Kiang, quien le hace morir lentamente cortando su cuerpo en 3.000 pedazos. Ch’eng Pei, con el nom­bre de Chao Wu, es reintegrado en el lu­gar y en la dignidad de sus abuelos, por lo que se sentará entre los ministros del Estado. Ch’eng Ying será premiado con una parcela de tierra y una tumba será elevada al virtuoso Kung-sun; sobre ella, una es­tela de piedra llevará grabado el elogio del viejo. El drama, por su eficacia trágica, es uno de los mejores del antiguo teatro chino. El padre Joseph-Marie de Prémare (1666- 1736) lo tradujo parcialmente alrededor de 1730 (su traducción fue publicada más tar­de en 1755), omitiendo toda la parte en ver­so. La primera traducción íntegra, desde el punto de vista interpretativo inaceptable, es del famoso sinólogo francés Stanislas Julien (París, 1834). M. Muccioli

*   De este drama, Voltaire (François Marie Arouet, 1694-1778) extrajo la tragedia en cinco actos L’orphelin de la Chine, re­presentada en 1775. Espíritu curioso y ávido de novedades, Voltaire intuyó las excep­cionales cualidades de la obra original, pero disfrazó el espíritu abreviándola y añadien­do una intriga amorosa, suavizando cuanto el drama tiene de espantoso y de realmente trágico. Durante la conquista mogol de Gengis Kan, el último descendiente de la dinastía Chao, ya pasada a cuchillo, es confiado al mandarín Zamti y a su mujer Idamé. Zamti, cuando le pide el niño que los nuevos señores buscan para matar y ex­tinguir así el último representante del an­tiguo poder, entrega en su lugar a su pro­pio hijito. Pero en Idamé la maternidad se rebela contra este supremo sacrificio y re­vela a Gengis Kan el engaño del marido venerado y amado por ella, pero a quien no quiere seguir en su desesperada e inhumana fidelidad al deber. La situación se complica con la profunda pasión del nuevo señor por Idamé, a quien conoció cuando antaño vagaba, como soldado fugitivo, por China.

Al principio el déspota amenaza a la mujer, que se niega a corresponder a su amor, pero al fin la nobleza espiritual de Idamé y la serenidad filosófica de Zamti hacen brecha en el corazón duro pero no despiadado del bárbaro, quien de tirano se convierte en protector de la virtud y per­dona, no sólo a los dos cónyuges y a su hijito, sino también al pequeño heredero de los soberanos chinos vencidos y muer­tos por él. Precisamente en la afirmación de la superioridad de las fuerzas espiritua­les sobre la fuerza bruta está el motivo central de la tragedia que, como casi todo el teatro de Voltaire, nace de una exigen­cia didáctica. Por otra parte, por algo la tragedia está ambientada en China, que, durante el siglo XVIII pareció a menudo la tierra prometida de los hombres de la Ilustración. Mientras otros espíritus se de­jaban en aquel tiempo seducir, por amor a lo pintoresco, por el lejano y extraordi­nario país, los hombres de la Ilustración exaltaban, en cambio, su moral laica y «fi­losófica» y su civilización antiquísima y patriarcal, espejo lejano sobre el que proyec­taban las aspiraciones y exigencias de la Europa próxima a la Revolución Francesa.

E. Ciane