[Les Lettres]. Escritas por el presidente Charles de Brosses (1709-1777) en 1739-40, estas cartas — que forman dos gruesos volúmenes de 800 páginas — pueden considerarse, pasados dos siglos; como el más delicioso relato de viaje a Italia que nunca haya dado un literato francés. Crecido en Dijon, ciudad que se jactaba de rivalizar con París en arte y cultura, De Brosses, cumplidos los treinta años, al marcharse a Italia, por Marsella y Génova, con el pretexto de investigar sobre Salustio en las bibliotecas romanas, se encontraba en las mejores condiciones para hacer un viaje provechoso. Borgoñón, es decir, animoso, irónico, epicúreo, de lengua desenvuelta» que no se asustaba de vocablos salaces ni mordaces, añadía a una amplísima cultura el don de observar sin prejuicios que hace tan divertidas sus cartas, nutridas por una maravillosa precisión de juicios sobre hombres, hechos, política, arte y música. Las bellezas de la naturaleza escapan casi por completo a su sensibilidad, aún no educada en Rousseau y discípulos de final de siglo. En la observación de las costumbres, de los modales y de los acontecimientos de la época, es donde sobresale la bulliciosa genialidad del magistrado de Dijon. Milán, Verona, Vicenza, Padua, Venecia, Bolonia, no hay ciudad de la que no extraiga, con pronta intuición, la fisonomía y el carácter y a la que no pinte, no ya como escenario estático, sino animada por la multitud y por episodios sabrosos.
En los incómodos carruajes de la época, conducidos por postillones rapaces y nunca hartos, que alguna vez las volcaban a las cunetas de las carreteras mal cuidadas, el presidente y sus amigos atravesarán paulatinamente la península italiana, sin perder el buen humor por los accidentes del camino. También Florencia, Livorno, Siena, Módena, Parma y Turín tuvieron la suerte de ser descritas por este incomparable turista — a quien Stendhal adoraba —, así como Roma, que le atrae más que nada y a la que dedicará diecisiete de las cincuenta y cinco Cartas. Se comprende que de Roma no nos dé las sublimes visiones de grandeza desolada de Chateaubriand, pero sí captará sus rasgos con asombrosa claridad, describiéndonos su sociedad, los esplendores papales y cardenalicios, las fiestas populares y los muchos episodios de los que fue testimonio. Estas Cartas, no destinadas a la imprenta y que los pacíficos dijoneses se arrancaban de las manos cuando su conciudadano las expedía desde la mesa de una posada o una taberna, han llegado hasta nosotros por casualidad: el manuscrito apareció durante el Terror, en un registro de los revolucionarios y, por fortuna, fue a parar a manos del «ciudadano» Sérieys, que comprendió su importancia y dio, en 1799, la primera edición.
L. Fiumi