Son 495 las cartas de Michelangelo Buonarroti (1475- 1564) publicadas por vez primera en Florencia por G. Milanesi en 1875 y después por Giovanni Papini, en Lanciano, en 1910. A éstas hay que añadir algunas cartas a Vasari, descubiertas en 1908 en un archivo privado de Florencia. Según sus corresponsales, pueden dividirse en dos grupos: uno, más numeroso, de cartas dirigidas a personas de su familia, y, otro mucho menor, enviadas a varias personalidades célebres de la época. Las primeras están escritas a su padre Ludovico, desde 1497 a 1523; a sus hermanos Buonarroti desde 1497 a 1527, a Giovan Simone desde 1507 a 1546, a Gismondo desde 1540 a 1542, y a su sobrino Lionardo (130 cartas), que tantos disgustos le dio y a quien, sin embargo, amó y ayudó tanto, desde 1540 a 1563. Las escritas a corresponsales diversos van dirigidas a Clemente VII y a Francisco I, a Lorenzo di Pier, Francisco de Médicis, al duque Cosme de Médicis, a quien se dirigen cinco cartas, a Sebastián del Piombo, a Giorgio Vasari, a Vittoria Colorína, y hasta a aquel modesto cantero, Maestro Domenico, llamado Topolino, a quien el artista se dirige como a un buen compañero de trabajo. Estas cartas, aun en su aspecto literario y espiritual, no son en nada inferiores a las poesías de aquel excelso genio, que en todas sus manifestaciones expresó una singular fuerza plástica y representativa. Y aún se podría decir que las cartas son todavía más fuertes y sinceras: muestran la gran ingenuidad y la alta sencillez del genio, revelan el alma familiar de Miguel Ángel, nos lo muestran ocupándose de sus sobrinitos, de sus tierras, de la compra de las casas y hasta de la elección de las esposas.
Entramos, casi año por año, en la intimidad de la vida del artista, tan completo en su vitalidad, que hasta los cuidados familiares y los quebraderos de cabeza económicos se tornan para él elementos ideales de laboriosidad y de arte. A los grandes sólo les escribe para precisar compromisos de arte, y sobre los problemas, no siempre agradables, que originan; les dirige palabras francas y severas, honrado siempre y devoto al culto del arte y de la justicia. Los asuntos están siempre tratados con premura, a veces con cruda y hasta rabiosa brevedad. Podrá parecer un defecto la consiguiente falta de efusiones y digresiones personales, a las cuales, por lo demás, su naturaleza no se inclinaba; pero el hombre se revela quizá mejor todavía en ciertos rasgos poderosos de orgullo, de vivo enojo moral, de decidida piedad; y aun en sus violentas estocadas contra sus rivales, que llevan nada menos que los celebrados nombres de Rafael y Bramante, muestra un tono de severidad moral, que llega hasta la condena. Su estilo epistolar es íntimamente psicológico, sin exasperaciones y sin esfuerzos de color; sin imágenes rebuscadamente plásticas; sin expresar digresiones estéticas: es una prosa enérgica y desnuda, en la que a veces notamos, bajo la aparente precipitación, un austero y doloroso silencio.
G. Gervasoni