La correspondencia de Jules Barbey d’Aurevilly (1808-1889), es muy abundante y reveladora de la apasionada fidelidad que este autor francés guardaba a sus amigos juntamente con la constante y frenética necesidad de escribir que le dominaba. Sus Cartas completan felizmente su obra novelística y crítica, proporcionándonos una imagen de Bar- bey d’Aurevilly menos envarada y más humana al mostrarnos, tras la fachada del hombre público, del dandy fastuoso o del crítico inflexible, al hombre todo corazón, amigo cordial y sincero, lleno de atenciones para cuantos seres le rodeaban. La parte más famosa de esta correspondencia, las Cartas a Trébutien, escritas entre los años 1832 y 1856, y dadas a conocer en 1899 y 1908, nos da una idea de la personalidad que Barbey d’Aurevilly se concedía a sí mismo como destacada figura del mundo de las letras. Frente a Trébutien, librero normando que Barbey había conocido cuando cursaba sus estudios de Derecho, el escritor se esfuerza por mostrarse digno de su leyenda. Por otra parte, su corresponsal le muestra una admiración sin límites: hace de sus libros ediciones que son obras maestras de tipografía, copia sus manuscritos, le busca documentación… Barbey ha «encontrado en él al infeliz provinciano, un poco tímido, dispuesto siempre a quedar deslumbrado ante sus fantásticas aventuras parisienses. Barbey asume ante su interlocutor la actitud de un Brummel, diciéndole frases como ésta: «Le escribo de pie, con las espuelas puestas, a punto de subir al caballo…» El tono de sus cartas se nos muestra acorde con esta actitud, y el estilo es rebuscado, plagado de arcaísmos aristocráticos e imágenes de un brillo efectista.
Cuando iba a Normandía, Barbey recuperaba sus cartas, que, según decía, eran «lo mejor de su obra» y las pulía, y anotaba, como preparándolas para su publicación futura. «Cuando la gente vea en mí un ave prodigiosa, ellas constituirán la pluma más valiosa de mis alas», le decía a su rendido admirador. No obstante, Barbey sabía que en Trébutien tenía un amigo incondicional y sincero. Por eso no vacila en confiarle también todos sus pensamientos, tribulaciones profesionales, apuros económicos, exabruptos a cargo de los directores de periódicos a quienes no amilana su violencia, las oscuras claudicaciones a que se ve forzado para vivir, como, por ejemplo, tener que hacer de cronista de modas en un periódico… Las Cartas a Léon Bloy, posteriores (esta correspondencia termina en 1878), son misivas de amigo más que de maestro a discípulo, a despecho de la influencia de Barbey sobre Bloy, y se publicaron en 1903. Salta a la vista el buen olfato de Barbey, que desde el primer momento, supo reconocer la grandeza del talento de Bloy; no obstante, es el hombre antes que el escritor lo que más aprecia en él. Bloy le ayuda a veces y su amigo le da las gracias con sincera emoción pero sin que la confianza que le testimonia consiga disipar la angustia que experimenta con motivo de las correcciones de imprenta que Bloy lleva a cabo en sus artículos. Uno de los atractivos de la correspondencia es precisamente comprobar la probidad profesional con que Barbey escribía sus críticas. Esto mismo se aprecia en la colección Cartas íntimas, de 1844 a 1880, dadas a conocer en 1921. Los corresponsales de Bar- bey son a veces hombres de letras, algunos destacados, como Sainte-Beuve o Paul Bourget, y en ocasiones normandos de vieja solera, cuyo tradicionalismo complacía al escritor. En este conjunto de cartas se nos revela sobre todo el escritor y el crítico que escrupulosamente se leía los libros que le enviaban punto por punto y coma por coma. A pesar del decidido amor que experimenta por sus tareas literarias, su pluma no le proporciona ningún lujo ni holgura y sí sólo lo necesario para vivir.
Pero este encarnizado trabajador, desilusionado en cierto modo y algo avinagrado, es ante todo un devoto de la amistad, ansioso siempre de evitar la menor pena a sus amigos. Este último aspecto de su personalidad se nos muestra claramente en las Cartas a una amiga, la señorita Read, que rodea con su devoción los últimos años del hidalgo normando. Las cartas, que van de 1880 a 1887, fueron publicadas en 1907 y son poco numerosas. Barbey, que veía diariamente en París a la señorita Read, sólo le escribía durante sus vacaciones en Valognes. Aquí el escritor se nos presenta completamente despojado de sus actitudes habituales y es el mismo Barbey sencillo que conoció François Coppée, hombre famoso, sin duda, pero sólo para el mundo de fuera, donde usa de su personaje como de una máscara que humilla a los mediocres. En las Cartas, Barbey se despoja de esta máscara o, mejor todavía, nos muestra las dos facetas de su genio, y abriéndonos su corazón nos descubre esa pasión suya por la belleza, por la grandeza y la amistad, que le impulsaba a ignorar su siglo, a preservar su alma de las personas mediocres para ofrendársela únicamente a un reducido número de amigos privilegiados.