Se titula el más notable de los pocos poemas que se conservan del jesuita ecuatoriano Juan Bautista de Aguirre y Carbó (1725-1786), uno de los muchos que partieron a Italia desterrados por el rey de España Carlos III, en las postrimerías del Imperio Español. Se trata de un poema en el cual se mezclan armónicamente las mejores dotes del culteranismo gongorista y del conceptismo calderoniano, y está construido sobre la planta métrica del monólogo de Segismundo. En su desarrollo se comprueba que, conforme lo dice Gonzalo Zaldumbide, «Aguirre tuvo muchas de las finas y fuertes cualidades que había menester un prolongador de Góngora: la percepción inmediata y lúcida del símil lejano o recóndito; la mano segura y pronta, para asirlo sin vacilación; el sentido agudo de la multiplicidad de aspectos que una misma cosa ofrece al espejo móvil y reverberante de la fantasía; aquella especie de vértigo lírico sobre el incesante transformismo de las apariencias, al cual corresponde el juego que entrevera imágenes con una celeridad a la que no alcanza la trabada lógica». La obra de Aguirre se conoce con cierta extensión sólo desde el año 1943, año en que, simultáneamente, la publicaron Gonzalo Zaldumbide en Quito y Emilio Carilla en Buenos Aires. Desde entonces, Aguirre forma, con la mexicana sor Juana Inés de la Cruz y el colombiano Hernando Domínguez Camargo, la trilogía de poetas mayores de la época colonial de la América del Sur. El gran poeta murió en su destierro, durante el cual llegó a ser autoridad en materias teológicas y consejero del papa Pío VII cuando, antes de su elección, fue obispo de Tívoli. El acentuado antigongorismo de la crítica del siglo XIX impidió que se conociera en toda su luminosa oscuridad la obra de este epígono mayor y tardío de Góngora, el más grande de todos los que América produjo en el siglo XVIII.
A. Carrión