Si Doña Bárbara (v.) dió a conocer al novelista venezolano Rómulo Gallegos (n. 1884) como un escritor del más inspirado aliento narrativo, Cantaclaro fue la reafirmación consagratoria de un maestro en pleno dominio de su gran técnica noveladora. La llanura, que al igual que en Doña Bárbara es el escenario alucinante de todo el libro, surge aquí en su dramática vastedad, ofreciéndonos un conjunto de personajes que sorprende por sus múltiples y desconcertantes matices. Aparte del propio Cantaclaro, figura básica de la obra, suerte de coplero errabundo, en eterno peregrinaje de aventura por las trochas y los espejismos del llano, vemos aquí otros personajes admirablemente descritos, como Juan Crisóstomo Payara, con su implacable sentido de la justicia y la honradez; el negro Juan Parao, animado siempre por su romántico sueño de liberar a Venezuela al galope de la montonera sorpresiva; y entre otros aún, esa compleja figura de Juan el Veguero, campesino de fondo apacible que, de súbito, cuando la codicia de los hombres le despoja de su mísero conuco, y ve morir de hambre a su mujer y sus hijos, se transforma en un torrente demoníaco, capaz de destruirlo todo en un momento. Todos estos espíritus de tremenda rudeza, salvajes y nobles, bondadosos y malos, se juntan en la obra de Gallegos como en especie de torbellino que va de un lado a otro en la sabana luminosa y ardiente, con sus ambiciones y sus tragedias, hasta perderse finalmente, arrebatados por un destino que les ha sido imposible vencer. Pocas, muy pocas obras están en condiciones de brindar los estupendos logros de Cantaclaro, novela que, como ya lo dijimos, reveló y confirmó en una forma mucho más superada, la grandeza del arte narrativo de Rómulo Gallegos. Gran obra de la madurez del maestro, aparecida a continuación de Doña Bárbara, esta novela es un modelo de perfección no sólo por la excelencia de su lenguaje, a la vez tan pulcro y tan plástico, sino por la hondura psicológica y el poderoso aliento humano con que se describen las costumbres, los sucesos y los típicos personajes que llenan el vasto cuadro de la misma; haciéndonos palpar, en la forma más elocuente, el desarrollo de una acción que se mantiene viva y tensa, a través de todas sus páginas.
A. Lameda