Canciones Populares Negras

[American-Negro Folk Songs]. La contri­bución de las razas de color a la literatura norteamericana no es cosa que se pueda precisar fácilmente; ahora bien, no hay duda de que los patéticos cantos de los ne­gros residentes en las plantaciones del Sur, pura expresión del alma primitiva y dolien­te de la raza, han infundido a la poesía po­pular norteamericana, a la que por derecho propio pertenecen sus textos redacta­dos en inglés dialectal, un carácter comple­tamente diferente del que nos brindan las poesías populares de Europa. Los cantos negros se dividen en tres grupos: cantos religiosos (spirituals), canciones de tra­bajo (labor songs) y canciones profanas (blues). Los primeros, y más característi­cos, son de asunto religioso, especie de sal­mos condensados en el idioma negro (un dialecto del Sur de peculiar pronunciación), enriquecidos ingenuamente con detalles ca­paces de conmover fácilmente la imagina­ción y sentimientos de las gentes de color; aparecen ligados a los relatos bíblicos que los viejos negros contaban en las largas ve­ladas invernales («las historias de los tiem­pos en que el Señor vivía en la tierra como un hombre corriente»). A menudo, el texto del canto sólo es la repetición de una frase o de un dístico, a los que la música, so­lemne y sugestiva, confiere una dignidad insuflada de auténtica grandeza artística. Citemos, por ejemplo, Avanza sin traque­teos, dulce carro [Swing low sweet chariot]: «Y venían para llevarme a mi patria… [repítese tres veces] / Yo estaba mirando más allá del Jordán, y ¿qué vi? / Venían para llevarme a mi patria. / Un grupo de ángeles, que me buscaban, / venían para llevarme a mi patria. / Si llegas a ella antes que yo, / ven para llevarme a mi patria. / Díle a todos mis amigos que yo también voy, / que vengan para llevarme a mi patria. / Avanza sin traqueteos, dulce carro [bis]».

Recordemos también Ve allá abajo, Moisés, en donde el cantor, después de evocar brevemente el requerimiento de Moisés al Faraón para que deje en libertad a su pueblo, se dirige al propio Moisés incitándole a «ir allá abajo, allá abajo, a los tierras de Egipto y decirle al viejo Faraón que deje libre a mi pueblo»; la invocación, «Dejar libre a mi pueblo», repetida con in­sistencia dramática alcanza aquí la cima de la emoción. Más complejo y conmovedor por la variedad del ritmo y la ingenua des­cripción de las alegrías del Paraíso que aguardan al cantor, es el spiritual Todos los hijos de Dios tienen alas [All God’s Chillum got Wings]: «Yo tengo un traje, / tú tienes un traje, / todos los hijos de Dios tienen un traje. / Cuando llegue al Cielo, me pondré mi traje / y gritaré a pleno pulmón por todo el Cielo de Dios. / El Cielo, el Cielo, / Pero no todos los que de él hablan irán al Cielo; / el Cielo, el Cielo, / gritaré a pleno pulmón por todo el Cielo de Dios». En la segunda estrofa, de esquema parecido al de la primera, el cantor comienza diciendo: «Yo tengo alas, / tú tienes alas, / todos los hijos de Dios tienen alas»… siguiendo así, como en la anterior, salvo que, en esta ocasión, en vez de «gritar», el bienaventurado «volará por todo el Cielo de Dios». En la tercera estro­fa, la variante es un arpa, que, natural­mente, el poeta «tocará por todo el Cielo de Dios» y, finalmente, en la cuarta, los zapatos — suprema ambición del pobre es­clavo descalzo —, que el cantor anuncia ponerse al llegar al Paraíso, para «andar y hablar por todo el Cielo de Dios». La misma fe ingenua e idéntica vivacidad imaginativa encontraremos en Ningún escondite hay aquí abajo [Dere ’sno Hidin’ Place Down dere], donde el condenado al infierno se acerca a una roquedad para esconderse y la roca le grita: «No hay escondite, / no hay escondite aquí abajo». Y prosigue la roca: «Yo también abraso [tres veces], / yo también querría ir / al Cielo como tú. / No hay escondite aquí abajo. / Oh, el pe­cador juega y pierde [tres veces]. / Que­ría ir al Cielo pero irá al infierno. / No hay escondite aquí abajo».

La nota paté­tica, la expresión de la viva añoranza de la patria celeste, del lugar de reposo tras la vida atormentada, la encontraremos tam­bién en este otro canto, entre los más co­nocidos: Río profundo [Deep River], El cantor quiere vadear el «río profundo», para participar en la reunión religiosa (reuniones populares en las afueras, según la costumbre metodista, para participar en común del canto y de la plegaria), por­que su patria está «más allá del Jordán»: «Oh, hijos míos, / ¿no deseáis ir a la fiesta evangélica, / en la tierra prometida, en la tierra donde reina la paz? / Entrad al cielo y ocupad mi lugar. / Y poned mi coro­na a los pies de Jesús». Los Blues, o baladas consagradas a las horas de reposo y solaz, se relacionan con los Spirituals por su tono de un carácter esencialmente melancólico. Nacidos igualmente en las tierras del Sur, en torno de las fogatas campesinas o en las chozas y barracas que servían de viviendas a los esclavos, tienen generalmente por tema los lamentos del amante — hombre o mujer— abandonado. Por ejemplo: Ya no vienes a mi casa, que otro hombre ha ce­rrado tu puerta [You ain’t a-comin to me no mo’ / cause anothat man don cióse yo doah], o bien en St. Louis Blues, donde una mujer canta: «Sólo ansio el atardecer, cuan­do el sol se pone, / porque mi amor se ha marchado de la ciudad». Otra joven aban­donada se lamenta en el Blues de la soledad [Friendless Blues] llorando su casa a ori­llas del Indiana, evocando la época en que era «joven y alegre» y «la puerta de la casa nunca estaba cerrada» y se veía rodea­da de muchos amigos. Pero los Blues, con sus ritmos más vivos, trepidantes, a veces sincopados e insólitos, que, en parte, han dado origen al jazz, han despertado dema­siada curiosidad, revelándose como, un ex­celente negocio comercial para orquestas y cantores profesionales, y cada día se hace más difícil encontrar su puro manantial, la vena popular que da salida al canto espon­táneo, de auténtica originalidad. Esta auten­ticidad se nos brindará, por el contrario, en las Labor Songs, canciones rimadas, a cuyo compás los negros de las grandes explota­ciones acompañaban ademanes y esfuer­zos en sus penosas tareas.

La más célebre de todas es la titulada En el país de Dixie [In Dixie Land], que dio origen al himno guerrero de los Confederados del Sur du­rante la guerra de Secesión; este canto nos­tálgico, perpetuador al parecer, del recuer­do del buen patrón Dixie, surgió en las plantaciones de algodón de los alrededores de Charleston, llevado por un reducido gru­po de negros vendidos por un granjero de Manhattan. Dixie se convierte en una espe­cie de divinidad y su «país» en la tierra prometida. Otras canciones de trabajo, como la típica Creí haber caído al fondo de diez pies de agua [Thought I fell in ten foot o’water], sólo consisten en la obsesionante repetición de una misma frase que acom­paña al ritmo candencioso de los ademanes de trabajador. Más viveza ofrece Casey Jones en donde una voz entona: «Casey Jo­nes tenía casi noventa años ya, / pero se ol­vidó de dar la señal. / Casey le dijo al con­ductor: lo mejor que puedes hacer es sal­tar, / porque hay dos locomotoras que pron­to van a chocar», etc. Patética es la historia que se cuenta en John Henry, el ferroviario que murió «con su martillo en la mano», y cuya viuda, después, «marcha todos los días, toda vestida de rojo, a lo largo de la vía, hasta el lugar donde su marido murió». Alegre y movida es la canción Que llueva o que luzca el sol [Rain or Shine], ento­nada probablemente durante las faenas de la recolección del algodón: «Yo cavo y aro la tierra / sin preocuparme por el tiempo. / Debo seguir trabajando, / que nada me­jor puedo hacer»… «Cuando haya acabado esta vez / ya no trabajaré más. / Y con la barriga llena o vacía / despejado o ador­mecido, / me iré a la fiesta / y allí bailaré hasta ganar la tarta». Esta rápida visión de las canciones negras norteamericanas da una idea bastante aproximada sobre su conte­nido, pero sin que, a través de los inevita­bles inconvenientes de la traducción, se pueda calibrar el indiscutible valor artísti­co de estas producciones, en las que, ade­más, la música desempeña un importante papel. De lo que no hay duda es que si se quiere encontrar en los Estados Uni­dos alguna manifestación artística popular, de rasgos netamente originales y ayuna de toda influencia exterior, habrá que recurrir forzosamente a los cantos negros.

Pero aún hay más: su poder expresivo y comu­nicativo es tal que, de un modo más o me­nos insensible, han terminado por influir (sin hablar del dominio musical) en un gran sector de la reciente literatura ameri­cana, en esa literatura que se esfuerza por sacudirse el influjo inglés, en busca de nue­vos caminos, de nuevos medios expresivos acordes con la auténtica realidad de la vida en el continente americano. Como es lógico, la más alta expresión de este arte primiti­vo se manifiesta en los cantos spirituals. De ellos ha publicado James Weldon dos valiosas recopilaciones: Libro de los cantos religiosos de los negros de América [The Book of American Negro Spirituals], en 1925, y, poco después, Segundo libro de los cantos religiosos [The Second Book of Spi­rituals]. [Cfr. E. Ballagas: Mapa de la poe­sía negra americana (Buenos Aires, 1946)].