[Philosophiske smuler]. Obra del pensador danés Sóren Aabye Kierkegaard (1813-1855), publicada en 1844 con el pseudónimo de Juan Climacus, famoso ermitaño del Monte Sinaí, para remachar, en contraposición con las tendencias hegelianizantes de la época, el carácter superracional del Cristianismo. En el primer capítulo, «Hipótesis ficticia», remitiéndose a la posición mayéutica adoptada por Sócrates, observa que es la esencial; siendo la concepción exclusivamente divina, no le es posible al hombre hacer otra cosa que ayudar al parto. Para que en la mayéutica el punto de partida temporal para la investigación de la verdad no sea nada, es menester que lo eterno de ese «momento», esto es el descubrimiento de lo verdadero, no existente antes, asuma su ser. Partimos, pues, de esta hipótesis, para lo cual es menester que el hombre, antes del instante decisivo y no sólo ocasional, esté «fuera de la verdad», o sea él mismo «no verdad», y, en esta hipótesis, el maestro que quiera hacer docto a su discípulo no habrá de «recordarle» nada como quería Sócrates, sino que debe darle la verdad y al mismo tiempo la condición de poder acogerla. Pero un «maestro» así no puede ser humano y así como el discípulo místico es puesto en la condición de no tener verdad (lo cual se llama pecado), el maestro resume los caracteres de salvador, liberador, redentor, juez, y el instante del tránsito, por participar a un mismo tiempo de lo temporal y de lo eterno, será la «plenitud del tiempo». El análisis del discípulo, el hombre despertado a la verdad, conduce a reconocerlo como un «hombre nuevo» que realiza una «conversión» en un sentido dé «arrepentimiento» y de «renacimiento».
Este desarrollo se revela sólo en el momento con nuestro nacimiento a la verdad. Y puesto que el «instante» es inmanente en cada uno, pero no es «inventado» por ninguno, esto es verificación y prueba de su verdad. Sigue en un «ensayo poético» la inserción en una brillante fábula simbólica, del concepto de que el único camino por el que es posible una unidad no dolorosa entre Dios y la criatura por él aleccionada, es que Dios se haga igual al discípulo apareciéndole en forma de «servidor»; única forma que no es engaño y que, en su absurdo según el mundo, no puede ser «inventado». Así pues, sólo puede revelarse como «milagro». El tercer capítulo considera la «paradoja absoluta» del pensamiento, consistente en querer descubrir lo ignoto, esto es Dios, que’ supera lo que es humano, y sólo por don puede ser alcanzado por el hombre, dada la «diferencia absoluta» entre los términos, diferencia derivada sólo de la culpabilidad fundamental del hombre. Con todo, la inteligencia, a costa de pérdida de sí misma, tiende a alcanzar la paradoja de lo absoluto. Si la «paradoja» y la inteligencia se encuentran en mutua comprensión, el encuentro será una «feliz pasión»: la fe; pero si la inteligencia no acepta la paradoja por absurda, nace una «pasión dolorosa», que es «el escándalo de la paradoja». Pero todo cuanto la inteligencia, en el acto del escándalo, afirma de la paradoja, en realidad deriva de ésta, y sólo por una «ilusión acústica», se imagina haberlo descubierto por sí misma; la paradoja es «index et judex sui et falsi».
El Dios pues, se ha hecho nuestro (cap. IV) en forma de servidor, es introducido en un mundo histórico en que se presenta la ocasión del encuentro con discípulos «contemporáneos». Pero sólo la fe será para el discípulo condición para advertir la presencia de la paradoja: pues ninguna ventaja puede venirle de una «contemporaneidad» cronológica y física; la verdadera «autopsia» o intuición de Dios es posible por fe hasta para los no contemporáneos. Sigue un Intermedio, en que un finísimo análisis de los conceptos de necesidad, posibilidad o realidad, va a parar a la conclusión de la libertad del devenir, sin la cual es inexplicable esa forma particular de devenir (no sencillamente simultáneo como lo es la naturaleza) que es la historia, «un devenir interior al devenir». El último capítulo trata del «Discípulo de segunda mano» esto es, indaga si, admitido el «hecho» de la representación histórica del Dios-maestro, hay diversidad y eventual ventaja entre los discípulos de la primera generación y los sucesivos, en especial los de la última generación, y concluye remachando el concepto de que la aceptación del hecho histórico, es posible con un órgano nuevo: la fe. Una exposición breve como ésta no puede dar cuenta de las brillantes alusiones polémicas, ni de la profunda aunque constantemente silenciada pasión religiosa que anima esta obra, cuya fortuna se ha ido agigantando en estos últimos años; no pocos de sus motivos han sido reanudados, pero en un plano no teológico, por el existencialismo de Heidegger.
G. Alliney