[Balladen]. Con el título Baladas y romanzas [Balladen und Romanzen] se publicó una primera confección en 1800, en el VII volumen de la edición Unger de los Escritos. La confusión entre «balada» y «romanza» es un hecho corriente en la época, y el doble título continúa conservándose en la edición Cotta de las Obras (1806, vol. I). En cambio, en la edición Cotta de 1815 el título es solamente Baladas y así queda en la mencionada «edición de última mano» «Ausgabe letzter Hand» (vol. I, 1827). De la primera a la última edición, el número de baladas es casi el doble. El canto de nostalgia de Mignon (v.) queda por primera vez incluido en las baladas en la edición de 1815. Esas baladas se compusieron en épocas muy diversas, que comprenden la casi totalidad de la vida de Goethe. Pero las que ofrecen de una manera más evidente el tono peculiar que las distingue de las de los poetas, son, tal vez, las primeras, compuestas entre los años 1774 y 1785. Las más célebres son: El rey de Tule (1774, v.), El pescador (1778, v.), El rey de los elfos (1778, v.), El cantor (hacia 1781, v.), Mignon (1762, v.). Y todas se caracterizan por una melodía verbal sencilla, que a pesar del refinamiento de la elaboración formal vuelven al «Volkslied»; y todas ellas deben esta melodía de una manera inmediata a un sentimiento profundo e ingenuo, aún indeterminado, casi primario y en el cual aflora alguna grande y elemental verdad de la vida, en la naturaleza o en el hombre, y el pensamiento se traduce en imágenes pero tan sólo en los rasgos esenciales, quedando siempre medio sumergida en el sentimiento del misterio del Universo, del cual ella es la manifestación.
De esta manera la poesía queda envuelta en una indefinible atmósfera de misteriosa profundidad y de intimidades inefables y todos los sentimientos adquieren un no sé qué de absoluto y fatal: la fidelidad del rey, alta y pura, hasta la muerte, lo mismo que el cansancio inconmensurable y el deseo de paz del pescador; la lucha desesperada del amor paterno contra las fuerzas enemigas de los elementos, así como la libertad interior del poeta que no conoce vínculos ni límites más allá del «puro placer del canto» o como la nostalgia de Mignon (v.), perennemente vuelta hacia Italia, su patria, tierra ideal donde la vida es «calor y color, belleza de formas, armonía de existencia». Presentan un carácter totalmente distinto las baladas pertenecientes a una época de actividad creadora posterior a las mencionadas, actividad debida en parte a la instigación de Schiller, entre 1797 denominado «año de las baladas» por los dos poetas— y 1803. Las más significativas son: La novia de Corinto (1797, v.) y El Dios y la bayadera (1797, v.). El elemento lírico, ya dominante, se retrae y aleja para dar lugar a una narración más prolija; a la inmediata e ingenua efusión le sucede en la composición, un sabio contrapunto de imágenes y de ritmos muy peculiares; la vida es tratada en un tono consciente, reflexivo, si bien el mismo sentimiento del misterio de la vida que está siempre presente desde el principio de la inspiración, no invade ya de una manera directa la poesía sino que se manifiesta a través de una idea, un símbolo: la Novia de Corinto que por la noche vuelve, muerta, a los brazos del amado de los cuales fue arrebatada por la madre cristiana, es no sólo la imagen del derecho eterno del hombre a la vida y al amor, sino que es, al mismo tiempo, la manifestación de la diferencia entre la antigua «serenidad y plenitud de vida» y el nuevo espíritu de renunciación y de sacrificio propugnados por el Cristianismo; e igualmente la pequeña bayadera que, después de una noche de amor — siguiendo la tradición de las viudas indostánicas —, se arroja voluntariamente a las llamas, de donde es arrebatada por el Dios que por una noche la acompañó y que ella había amado sin conocerle, es también la expresión de una de las ideas más caras a Goethe, esto es, que no hay pecado que «una pura humanidad no expíe y redima». Veinte años separan estas baladas de las del grupo precedente. Goethe ha dejado de ser el poeta que tan sólo «obedece» a la inspiración, ahora es ya el gran artífice que se complace en «mandar» a la inspiración, guiarla y gobernarla.
Y se comprende que en las baladas también quede reflejada otra tendencia de su madurez: el gusto de la imaginación por jugar con sus propios fantasmas. Las cuatro canciones dialogadas sobre la bella Molinera (1797-98), la cual, después de haberse hecho la melindrosa y desdeñosa se deja sorprender por «mamá» y por toda la parentela en brazos de un noble joven, y más tarde se ve obligada a disfrazarse para correr en su busca y reconquistar su amor; la balada-diálogo sobre el Viandante y la cortijera [Wanderer und Pachterin, 1802], donde un noble caballero, emigrado, a su vuelta encuentra convertida en rústica aldeana a la gentil muchachita de su juvenil amor; la balada en forma de «disputación» donde la rosa, el lirio, el clavel y la violeta aspiran a ser, cada una, la Florecilla encantadora [Das Blümlein Wunderschón, 1798], por quien suspira el conde prisionero — cuando en realidad todos sus suspiros son para su fiel esposa que le aguarda — y a cada «azul florecilla» que arranca, suspira: «No te olvides de mí»; la caricatura del Caballero Kurt [Ritter Kurts Brautfahrt, 1802], el cual con la misma facilidad se aviene a «amar a la nodriza donde antes amó a la doncella» pero entre mujeres, rivales y deudas, no acaban sus desdichas; la amena historia del Buscador de tesoros (v.) que, amparado por la oscuridad de la noche, traza círculos mágicos y lanza conjuros y cava y cava, hasta que de pronto, ve aparecer ante sí — «como un lucero, desde la más lejana de las lejanías» — un hermosísimo niño con una copa llena y resplandeciente, que le invita a acercársela a los labios y «a volver a su casa a trabajar» porque «ésta es la verdadera magia», van todas acompañadas de una aguda sonrisa y conducidas con agilidad, sin dejar de tener sus ribetes de burla y sus puntas de epigrama. No siempre sale bien el «juego» ni siquiera a un Goethe —, a causa de un peligro inevitable: que la habilidad prevalezca sobre la inspiración. De todos modos no son raros los momentos en que la poesía alcanza un elevado nivel de vivacidad y gracia; y es toda gracia y alegría del principio al fin, la balada del Aprendiz de brujo (v.), que está a punto de inundar la casa porque ha «querido evocar él también los espíritus y luego no sabe cómo librarse de ellos».
Por lo demás, también esta clase de poesía era algo que Goethe llevaba, por decirlo así, en la sangre; y si en los años de fervor juvenil tan sólo había motivado las caricaturas del Gato que revienta envenenado y de la Pulga en la corte para la escena de la bodega de Auerbach (v. Faust) y una breve balada, maliciosa y gentil, de un garbo exquisitamente dieciochesco, La violeta [Das Veilchen, 1773] —era natural que a medida que su espíritu se serenaba, fuese repitiéndola una y otra vez. Y dentro de esta misma tesitura se inspiró para componer un último grupo de baladas, en 1813. Es más, la ágil y variada sucesión de «seriedad» y «juego» se hace, en estas obras imaginativas más patente, debido a la trama fantástica y visionaria de que las baladas mismas están entretejidas. La campana errante [Die wandernde Glocke], que sin dejar de sonar y suspendida en el aire, persigue al chiquillo que nunca quiere ir a la iglesia, es una visión que hace sonreír al poeta, pero es también una visión que el propio poeta contempla no sin emoción; y sonrisa y emoción envuelven el ritmo y la imagen y animan la palabra. En el Fiel Eckart [Der getreue Eckart], las Holden, pasando en su nocturna y salvaje caza, entre el terror de los niños, beben toda la cerveza que éstos habían ido a buscar, pero el fiel Eckart vuelve a llenar las jarras y las conservará llenas, a condición de que los niños sepan callarse y mantener el secreto de lo que han presenciado. En esta narración el paso del terror al humorismo, de la visión espectral a la festiva escena doméstica es continuo; y hasta qué punto el arte del poeta se ha hecho complejo y ágil en su «juego» lo demuestra la comparación con el Canto nupcial [Hochzeitlied], de 1802; el tema — la historia de un conde emigrado, que, al volver a la casa devastada y desmantelada se acuesta y durante la noche asiste a una fiesta nupcial de gnomos, que durante su ausencia han tomado posesión del castillo — está mezclado en partes iguales de realidad y fantasía; pero el tono en que se mantiene la poesía, es aún unitario, sin que ni en la risa ni en la sonrisa se insinúe ni el más mínimo estremecimiento de terror.
La máxima intensidad de tensión entre el elemento humorístico y el elemento fantástico, reunidos y fusionados en la misma poesía, se consigue, en cambio, en la Danza macabra [Der Totentanz], en la cual los esqueletos — después de desembarazarse de la mortaja para actuar más libremente — trenzan a medianoche sus danzas; pero el campanero, acatando la sugerencia del demonio, sustrae una de las mortajas de manera que uno de los esqueletos, al cesar las danzas, se queda sin ella y la va buscando desesperadamente por todas partes hasta que, por fin, la descubre en lo alto del campanario donde intenta llegar escalando los muros de la iglesia con la ayuda de los ornamentos góticos de la pared, y de voluta en voluta avanza rápidamente, pero cuando va a llegar, el son fatal de la campana le hace caer. En el desarrollo de las situaciones grotescas, la balada tiene momentos que se anticipan a Hoffmann. A pesar de las variadas «reacciones ácidas» en lo que hace referencia al Romanticismo, no en vano el anciano Goethe ha llegado a ser un contemporáneo suyo. Y se comprende que Schumann haya buscado inspiración en alguna de las baladas de esta época. Por lo demás, las baladas goethianas, en todas sus fases, han tenido gran resonancia tanto en la música como en la poesía. Especialmente las baladas del primer período han encontrado innumerables imitadores o compositores —tan sólo el Rey de los elfos ha sido puesto en música más de sesenta veces—; pero también la Novia de Corinto y el Aprendiz de brujo han inspirado a músicos geniales como Weber y Dukas. Especialmente en alemania, desde los románticos a Heine, desde Droste-Hülshoff a Agnes Miegel, durante un siglo, ha sido la balada de Goethe, en sus diferentes maneras y peculiares acentos, la gran fuerza formadora de toda una tradición de poesía. [Trad. española de R. Cansinos Assens (Madrid, 1948)].
G. Gabetti