[Ballade]. Difícil resulta fijar exactamente en la obra de Fauré (1845-1924) el lugar cronológico de la Balada. La enciclopedia musical publicada bajo la dirección de Norbert Dufourcq, sitúa la Balada hacia 1875, por el mismo tiempo que la primera recopilación de melodías y la primera Sonata para piano y violín. Cortot, en su estudio sobre la música francesa para piano, la coloca en 1880, junto con los tres «Romances sin palabras». Charles Coechlin no dice nada en este sentido sobre la Balada, si bien fija la aparición de los «Romances sin palabras» en 1882. Por último, el «Larousse del siglo XX» inscribe esta composición en 1881. Ante esta serie de contradicciones, nosotros optamos por sumarnos a la tesis de Cortot y señalar como fecha muy probable de su aparición el año 1880. Un hecho mucho más seguro es que la Balada corresponde sin duda a lo que se ha convenido en llamar primer período «faureniano»: música discreta y penetrante, de efusión contenida y sugestivo brío. Escrita, en principio, sólo para piano, la Balada se adaptó, en su forma definitiva, para orquesta restringida, sin trompetas ni trombones, intrumentándola el propio Fauré (se sabe que el autor de Penélope; v.) no vacilaba, a veces, en confiar sus orquestaciones a amigos que, en este sentido, abusaban un poco de él).
El compositor, que entonces tenía treinta años, dio pruebas ya en la Balada de una sólida concepción personal, al renovar por completo un género que el romanticismo había consagrado a los temas pasionales. Esta obra, de la que Joseph de Marliave afirma que fue concebida bajo la influencia de una emoción wagneriana (escena del bosque de Sigfrido), se desenvuelve, no obstante, en un ambiente sostenido de transparente alegría a través de una técnica instrumental igualmente limpia y airosa. No creemos en la oportunidad de análisis temáticos fuera de la partitura, y nada mejor en esta dirección que citar extractadamente lo que de ella opina Cortot: «Una exposición soñadora cuyo tema servirá de segunda idea en el movimiento tiernamente animado que la sigue; una transición cuyo ritmo pastoral, originario de un fragmento del vigésimo compás del «Andante» inicial, engendrará, a la vez, el impulso gozoso del «Allegro” intermedio, y el estremecimiento arrebatador de la última parte»; «tres vivos episodios ligados entre sí por el sentimiento de dulce exaltación, nacidos de la corta frase melódica descendente que les es común y que abraza sus ritmos sucesivos, tales son los elementos de esta obra, en donde el aire y la luz circulan y se combinan deliciosamente, conduciéndonos de la más tierna melancolía nocturna al maravilloso ambiente de una mañana primaveral»; «el encanto de la versión en orquesta… se nos antoja más vivo todavía que en la de piano solo, por evidenciarse en ella a través de la diversidad de timbres, sin dejar, no obstante, que predomine la fantasía de un virtuosismo luminoso y fugitivo… brindando, desde este punto de vista, afortunadas modificaciones». Explicaciones éstas que, en realidad, no precisan gran cosa, y que nos inclinan a preferir mucho más la apreciación sobria y, en el fondo, más explícita de Charles Koechlin; «En su Balada, Fauré se nos muestra a la vez como un discípulo de Chopin y de Saint-Saéns por su fantasía y discernimiento respectivamente.»