Atalía, Jean Racine

[Athalie]. Tragedia bíblica en cinco actos de Jean Racine (1639-1699), re­presentada en Saint-Cyr el 5 de enero de 1691. Los hebreos están divididos en dos reinos: el de Judá, que mantiene en Jeru­salén el culto del verdadero Dios, y el de Israel, separado de la antigua fe. Joram, rey de Judá, se ha casado con Atalía (v.), de la casa de Israel, que, devota de los dio­ses, ha arrastrado al marido a la idolatría. Habiéndose quedado viuda con su hijo Ocozías, impío como ella, éste, encontrándose junto al rey de Israel, su tío, ha sido muerto, junto con los parientes, en una su­blevación, inspirada por los profetas, que restauraba el verdadero culto. Para vengar aquella matanza, Atalía hizo asesinar a los hijos de Ocozías, sobrinos de ella y des­cendientes de David. Uno solo, Joás, fue salvado por una hijastra de Atalía, Josaba, y creció secretamente en el templo del gran sacerdote Joad marido de Josaba. Estos son los antecedentes, desarrollándose la acción de la tragedia en el Templo, en un vestíbulo de las habitaciones del sacer­dote. Abner, un jefe del ejército de Judá, advierte a Joad que Atalia, instigada por Matán, sacerdote pasado a la idolatría, está a punto de asaltar el templo donde cree que se esconde una amenaza para ella. Nos enteramos luego de que ella ha entrado soberbiamente en el Templo, disponiéndose a penetrar en el recinto reservado a los sacerdotes donde Joad la ha detenido: allí ha quedado profundamente emociona­da viendo a Eliacín (es el nuevo nombre del niño Joás). Entra en escena y dice sentirse orgullosa de lo que ha hecho por su reino, sin remordimientos por la sangre de­rramada cierto día.

Sólo, desde hace algún tiempo, la turba un sueño en el que su madre se le ha aparecido para decirle que el Dios de los hebreos la vencerá también a ella, y entonces le ha mostrado un niño, vestido de sacerdote hebreo, que le clavaba en el pecho un puñal. Ahora, en el Tem­plo, ve orar junto al altar a un muchacho similar en todo al de su sueño. Ordena que le hagan venir: Joás, ante la petición de Atalía, contesta sencilla y profundamente; por el amor del verdadero Dios se niega a que ella se lo lleve a la corte. Ella en­vía entonces a Matán para pedir al niño como rehén; pero los padres adoptivos, Joad y Josaba, se niegan y hacen cerrar el templo, donde sólo queda la tribu de los sacerdotes. Joás es coronado rey; hay que defenderle, así como al templo, contra el asalto de Atalía que ya se anuncia. Puesto sitio al lugar santo, para cesar la lucha, la reina pide al niño y un tesoro que se dice escondido allí. Joad invita a la reina a entrar, para buscar el tesoro. Joás, coro­nado, está escondido tras una cortina y Joad lo muestra a la reina que entra: he aquí el tesoro escondido. Ella reconoce a su sobrinito, el descendiente de David. Sus soldados la abandonan; los hebreos, a quie­nes es presentado su rey, están a su lado. Atalía declara su derrota y es muerta fue­ra del Templo. Después de la tentativa más modesta de Ester (v.) ésta es la gran tra­gedia bíblica con la que el poeta cristiano cierra espléndidamente su obra. Extrajo el asunto del Libro de los Reyes (v.) ani­mando los caracteres y suscitando la at­mósfera bíblica mediante sueños, profecías y milagros.

El gran sacerdote Joad lleno de espíritu profético, canta la nueva Jerusalén, la Iglesia, que debe suceder a Jerusalén corrompida. Sobre el fondo austeramen­te religioso, el drama de la cruel reina se desarrolla apasionado, agitador, grandioso. Además de algunos recuerdos del Ión (v.) de Eurípides, la obra se aproxima al tea­tro griego sobre todo por la acción siem­pre continuada, sólo interrumpida por los magníficos coros (con música de Jean-Baptiste Moreau). Incomprendida en su prime­ra aparición, mejor apreciada durante el XVIII, sólo en el siglo XIX fue elevada a su digno lugar: los románticos, pese a ser severos con Racine, comprendieron la grandeza de Atalía, una de las obras cum­bres de la poesía francesa. Sarah Bernhardt ha sido la última gran intérprete de la rei­na hebrea. [Trad. española de Llagruo y Amirola (Madrid, 1754)].

V. Lugli

Racine alcanza en la lengua y el arte del verso una perfección armónica… que no tie­nen ni Milton, ni Virgilio y que después de él ninguno ha alcanzado en la lengua francesa. (F. Schlegel)

Atalía sin contener máximas ni diserta­ciones, es una de las más fuertes obras po­líticas que se han escrito y seguramente la más osada pintura del entusiasmo religioso. (Lanson)

Tono completamente pasional, completa­mente misterioso, completamente «horror sacer», que se propaga en este admirable drama y crea dos caracteres, su acción y sus escenas. (B. Croce)

Con Atalía, el verdadero Racine, el gran Racine, nuevamente se levanta y habla. Encontró Atalía en la Biblia pero la ha re­fundido, le ha comunicado la sangre. (F. Mauriac)

El triunfo de Racine es éste: suscita con medios en apariencia sencillos efectos que otros poetas deben obtener haciendo vibrar todos los nervios. La escasez de su vocabu­lario es, precisamente, una prueba de su prodigioso arte. (Strachey)

Racine no recita, Racine no dice. Todos sus versos están escogidos no en un dic­cionario de bellezas, sino de silencios. To­das las palabras de Racine, como Racine, han estado durante veinte años retiradas del mundo en una soledad y una castidad apasionadas, y los encuentros entre las pa­labras más vulgares tienen un valor nupcial. (Giraudoux)

*       Con el mismo título es conocido un ora­torio Athalia de George Friedrich Hándel (1685-1759), representado en Oxford en el año 1733 y que, aun conteniendo páginas de profunda inspiración, especialmente en los «adagios», no tiene la altura de otras obras maestras suyas como Saúl (v.) e Israel en Egipto (v.).

*    Para la tragedia de Racine escribieron música Johann Abraham Schulz (1747- 1800); François Adrien Boieldile (1775- 1834); Jeorg Joseph Vogler (1749-1827).

*    De la tragedia de Racine, Felice Roma ni (1788-1865) sacó el libreto para un dra­ma con música de Johann Simón Mayr (1763-1845), representado en el teatro San Cario de Nápoles en 1822.

*    Una obertura del mismo título (op. 74) compuso en fin Félix Mendelssohn Bartholdy (1809-1847).