Los artículos del escritor castellano Mariano José de Larra (1809-1837) aparecieron en diferentes publicaciones periódicas, entre ellas «El Pobrecito Hablador», «El Español», etc., firmados con seudónimo, el más conocido de los cuales es Fígaro. Si en su labor creadora — poesía, teatro, novela — Larra fracasó, y la crítica ha querido ver en su actitud amarga un cierto complejo de inferioridad, como articulista alcanzó un éxito extraordinario: poco antes de su muerte, firmó un contrato por el que se comprometía a colaborar en «El Redactor General» y en «El Mundo» con el sueldo anual de 40.000 reales. A pesar de ello, su posición de lucidez desesperada, que ha hecho de Larra uno de los grandes buceadores en el alma española y uno de los más claros precedentes de la Generación del 98 (v.), no fue advertida por sus contemporáneos, que sólo admiraron en él al «escritor cuyas obras, por lo general, excitaban la risa». Ya en vida del autor, fueron reunidos en una Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres (Madrid, 1835-1837). Larra, siguiendo la línea dieciochesca de preocupación nacional, es el primero en quien la crítica adquiere un aire de modernidad.
Se enfrenta, de una manera directa y brutal, con la problemática que planteaba la realidad española de la época. Su crítica suele ser amarga y negativa: de la misma manera que hay personas para las que el tiempo no pasa, hay pueblos que no envejecen «porque para envejecer es preciso vivir»; ello puede decirse de España: «por nuestra patria, efectivamente, no pasan días; bien es verdad que por ella no pasa nada; ella es, por el contrario, la que suele pasar por todo». En la «Segunda carta de un liberal de acá a un liberal de allá», tratando irónicamente de reformas políticas progresivas, dice que «España no está bastante civilizada, en una palabra, bastante madura para instituciones más anchas». En otro artículo, habla del «monótono y sepulcral silencio de nuestra existencia española». En «Impresiones de viaje» nos narra que, ya en la frontera, mira por última vez a España y «mil recuerdos personales me asaltaron. Una sonrisa de indignación y de desprecio quisieron desplegar mis labios, pero sentí oprimirse mi corazón y una lágrima se asomó a mis ojos». «Escribir como escribimos en Madrid — dice en otra parte —, es tomar una apuntación, es escribir en un libro de memorias, es realizar un monólogo desesperante y triste para uno solo. Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla como en una pesadilla abrumadora y violenta». El mismo tono tienen sus artículos específicamente políticos. Larra fue también uno de los grandes críticos literarios de su tiempo. Escribió sobre literatura francesa: el Hernani de Víctor Hugo, el Antony de Dumas, etc.; y sobre literatura española: Martínez de la Rosa, Moratín, Quintana, etc.
Los comentarios relativos a los estrenos de La Conjuración de Venecia, de Martínez de la Rosa, Los amantes de Teruel, de Hartzenbusch, y El Trovador, de García Gutiérrez, conservan, viva, su eficacia. «Teatros» y «Reflexiones acerca del modo de resucitar el teatro español» versan sobre el teatro del Siglo de Oro. Larra, que muestra un juicio seguro en sus comentarios sobre literatura de la época, revela, en lo que se refiere al teatro clásico, una clara incomprensión, que, en parte, rectificó en las «Dos Palabras» puestas al frente de su Macias. Es importante el artículo sobre «Literatura: Rápida ojeada sobre la historia e índole de la nuestra», en el que expone sus ideas estéticas y su concepto de la civilización española. Los artículos de costumbres, que describen un mundo abigarrado, vivo, en su perfil de caricatura, representan su esfuerzo más redondo, más conseguido, de creación de belleza. «El castellano viejo» es el más famoso de ellos. Más que por su situación estrictamente narrativa, destaca por su maliciosa ironía y por la gracia, plástica, de sus tipos. «El mundo todo es máscaras, todo el año es carnaval» ha hecho pensar en los cuadros de la novela rusa del novecientos. «Las calaveras» destacan por su gracia enumerativa. «La nochebuena de 1836», agrio, desesperado, no es más que un diálogo interior entre los que unamunianamente llamaríamos «yo-amigo» y «yo- enemigo». «Día de difuntos de 1836» — el artículo más trascendente de Larra — es una honda alegoría en la que el autor vuelca su amarga desesperación y su sátira mordaz. Cuando, bajo el tañido de las campanas del día de difuntos, el pueblo de Madrid sale de la capital para ir al cementerio, el autor descubre la gran verdad: «El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio.
Pero vasto cementerio, donde cada casa es el nicho de una familia; cada calle, el sepulcro de un acontecimiento; cada corazón, la urna cineraria de una esperanza o de un deseo». Los muertos son los únicos que viven «porque ellos tienen paz; ellos tienen libertad, la única posible sobre la tierra, la que da la muerte». El palacio, el trono, el valor, la disciplina, etc., tienen, en Madrid, su sepulcro. El autor, desesperado, quiere salir, violentamente, del cementerio, quiere refugiarse en su propio corazón, «lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos». Pero su corazón es «otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro». ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! «¡Aquí yace la esperanza!» «¡Silencio, silencio!». Estas palabras eran escritas en noviembre de 1836. En febrero de 1837, Larra se suicidaba en Madrid.
J. Molas
Fígaro era el primer escritor de su tiempo; veía horizontes que sus contemporáneos no columbraban siquiera. («Clarín»)
Para nosotros, Larra, el fondo de Larra, la esencia de Larra, es un espíritu de rebeldía. Educado fuera de España, siente violentamente el choque con las cosas de España. Quiere siempre otra cosa; se halla siempre en pugna con la realidad. Caracteres así, están trazados para hallarse continuamente en oposición. («Azorín»)
Mariano José de Larra, romántico en acción con ideas en parte clásicas, elaboradlas desde su niñez en el medio escolar francés, en constante contradicción entre sus sentimientos y sus normas de razón, pesimista en su criticismo de la época y especialmente ante el problema nacional español, bosquejado con los negros trazos de un precursor del 98, puso al final de su existencia el mejor desenlace trágico del hombre-símbolo. (A. Valbuena Prat)