Novela de la escritora italiana Grazia Deledda (1871-1936), publicada en 1927. Narra las vicisitudes de una familia de campesinos que, arrendando una finca del Valle del Po, consigue, con tenacidad y trabajo, hacerse dueña de ella en poco tiempo. Annalena, viuda todavía joven y lozana pese a sus cinco hijos que ya son adultos, es la verdadera cabeza de familia, por cuyo equilibrio no duda en sacrificarse por entero: incluso la ternura amorosa que en ciertos momentos parece sorprenderla por el amo de la finca y que, aunque ciertamente aumentaría la fortuna de los hijos, disminuyéndola a los ojos de ellos, sería, en verdad, causa de graves perturbaciones morales. Por ello bastante más que el móvil del interés y del «dinero» cuenta en la novela el de la armonía doméstica, conseguida no sin peligros y luchas: interviene el juego de los instintos, de las ambiciones y de las tradiciones familiares; intervienen los distintos estados de ánimo de los cinco hermanos, que, aun teniendo cada uno una fisonomía y un temperamento propios, no se encuentran por entero y no se completan más que en el círculo de la voluntad y de la autoridad materna.
Pero la madre a su vez, siendo el punto de apoyo de la casa, no adquiere su plenitud sino en relación con los hijos, a cada uno de los cuales acoge o refleja como un aspecto de su alma. De hecho, cuando Pietro, el segundo, intenta cortejar a su cuñada; o más tarde, se le acusa, aunque sea injustamente, de haber raptado a la hija del amo, de modo que el viejo tío Dionisio muere de dolor, ella parece buscar en sí misma, más aun que en las circunstancias, el origen remoto y secreto de estas aberraciones y esta tendencia al pecado; en una especie de sedimento sensual, de ley de la sangre: de la sangre que quizás hierve aún en sus venas de mujer que soñó sin haber conocido jamás el verdadero amor; que ha sido madre sin nunca ser amante. Estos son los motivos a que la Deledda era más aficionada; sin embargo, da aquí una solución difusamente optimista, al revés de lo acostumbrado, al motivo central de la fatalidad, de la pasión y del pecado: de que no es el mal, siempre inmanente, lo que acaba triunfando, sino la voluntad y la obra diaria del hombre. Solución que, por otra parte, tiene mucho de forzado y preconcebido: de ahí que la escena final del bautizo de la nietecita, entre el optimismo de los Bilsini y de los huéspedes invitados, llegando improvisadamente con su aire desentonado de boceto humorístico para solucionar el nudo dramático que se había ido complicando a partir de la muerte de tío Dionisio, confiere a la obra un perjudicial aspecto de superfluidad o de artificio novelesco. Pero también es verdad que el acento genuinamente poético de la Deledda no se encuentra en dichos extremos sino cuando los modera o funde.
Hay que buscarlo en las zonas en penumbra de la conciencia, en el hálito del drama, cuando las pasiones y los instintos, descartando todo lo superfluo, se convierten en recuerdo, sueño, visión. Hay que buscarlo en la evaporación de la realidad más densa en una atmósfera de encanto y gracia donde las figuras y los sucesos humanos prestamente se entonan con las estaciones y el paisaje, y éste con aquéllas. Hay que buscarlo, en resumen, en la animación de las cosas, en aquella modalidad lírico-narrativa — como sobre todo en las novelas del «segundo período», es decir, desde el Secreto del hombre solitario (v.) en adelante — gracias a la cual la Deledda trata de resolver la antigua separación entre su austero mundo moral y un sentido más poético y femenino de la vida; entre cierto gusto narrativo, todavía ligado a la objetividad y a los esquemas del realismo, y su tendencia más íntima hacia lo fabuloso y simbólico.
A. Bocelli