[Kónigliche Hoheit]. Novela de Thomas Mann (1875-1955). Apareció en 1909 por lo cual es cronológicamente intermedia entre la época de los Buddenbrook (v.) y el período de la producción más madura del autor; incluso, según algunos críticos, señalaría además un momento característico de tránsito en su evolución espiritual y artística. La acción es lenta e incluso estática, pero la innegable prolijidad de la novela está compensada por la meditada evidencia con que son delineados y movidos, con oportunos juegos de perspectiva, todos los detalles. Se cuenta la vida del príncipe Nicolás Enrique de la casa de Grimmburg, imaginaria familia reinante en un minúsculo estado de la alemania guillermina. El nacimiento de Nicolás Enrique está precedido y acompañado por todas las formalidades (minuciosamente descritas) que son costumbre en dichos acontecimientos en una familia reinante. El contento del soberano es grande cuando se entera de que también su segundo hijo es un varón, pero su alegría, ampliamente compartida por los dignatarios de la corte y los ministros, pronto se amarga con una evidente comprobación: el recién nacido tiene una mano, la izquierda, deforme y casi inexistente.
Por otra parte el horrible descubrimiento resucita la antigua profecía de una gitana, según la cual un príncipe de la casa Grimmburg daría al pueblo, con una sola mano, más de lo que los otros le habrían dado con dos: este tema misteriosamente profético (apenas insinuado al principio, pero que luego se repite con insistencia creciente) constituye uno de los subterráneos motivos íntimos de la novela, que en cierto modo la animan y vivifican, bajo su minuciosa realismo analítico, para culminar al fin, aunque con la mesurada sobriedad propia del autor, en una solución casi de fábula. La narración minuciosa, ordenada, casi oprimente en la regularidad de su ritmo, de la infancia, la adolescencia y la primera juventud de Nicolás Enrique está también animada por una secreta antítesis: la vida de la corte con su fausto y pompa, con sus normas y el sentido de importancia que se dan los dignatarios, está secretamente ironizada, aunque nunca caiga en la sátira, mediante el contraste con la vida concreta y factible, con la vida «burguesa». Todo aquel mundo que vive de apariencias se debate, efectivamente, en una situación bastante penosa, no determinada por motivos sublimes y heroicos, sino por una lisa y mediocre necesidad: la económica, que no sólo atenaza a la corte sino al país, que atraviesa una crisis gravísima. Episodio típico de este contraste es el matrimonio «de razón» entre Ditlinda, hermana de Nicolás Enrique, y un buen burgués, que no desciende de magníficos antecesores pero puede asegurar a la pobre princesita las comodidades y las alegrías de la riqueza. A la muerte del soberano, el primogénito Alberto II le sucede en el trono, pero vencido por una misantropía natural, confía todas las funciones representativas a su hermano quien, por otra parte, se adapta fácilmente a la vida vacía y monótona de las ceremonias oficiales, de las fiestas y de las inauguraciones. Entre tanto aumenta, espontáneamente, la crisis en el desgraciado país, determinando pavorosas reducciones en los ingresos públicos y, en consecuencia, humillantes restricciones en la vida de la corte.
Mientras las cosas van de mal en peor para el país arruinado, para las públicas finanzas y para la misma corte, he aquí que se instala en el país, al principio para una breve cura de aguas y luego para siempre, tras haberle comprado al soberano un castillo, Samuel Spoelmann, un multimillonario americano, uno de esos reyes sin corona que, sin la pompa teatral de las ceremonias solemnes, dispone de un poder efectivo y están, lo que más importa, envueltos en el mágico prestigio de una riqueza fabulosa. La imaginación popular plantea muy pronto un secreto parangón y coloca en plano de igualdad el palacio principesco, de donde salen (¡ el detalle es característico y está acentuado por Mann!) las viejas carrozas de caballos, y el del plutócrata, del que salen magníficos y ruidosos automóviles conducidos por impecables chóferes de suntuosa librea. Pero entre la soberanía de la corona y la del dinero se establece un vínculo secreto cuando lenta e inconscientemente, pero casi por íntima necesidad invencible, surge un idilio entre Nicolás Enrique e Imma Spoelmann, única hija y heredera del multimillonario. Al principio la muchacha no está ilusionada ni mucho menos, con su carencia de prejuicios típicamente americana, por la corte del joven príncipe, a quien desprecia secretamente por su vida inútil y vacía de ilustre ocioso. Después, en cuanto Nicolás Enrique empieza, sorprendido por la gravedad de la situación, a ocuparse en serio de sus deberes de príncipe, se establece entre ambos una especie de ligamen secreto, anhelantemente seguido por la opinión pública que prorrumpe en manifestaciones de júbilo cuando ambos jóvenes coronan su sueño de amor y Alberto II, que ha quedado soltero, reconoce a su hermano la calidad de heredero del trono. Podríase advertir en Alteza real la importancia del conflicto dialéctico entre una inspiración «romántica» y otra «burguesa» con que algunos críticos han pretendido caracterizar el arte de Mann. Pero el conflicto está relacionado, más que con su contenido sentimental, con la antítesis más propiamente artística entre un secreto lirismo fantástico y una sólida cualidad descriptiva y realista. Sin embargo no puede decirse que la síntesis se haya conseguido felizmente : el tema lírico no se incorpora al dramático de la acción que resulta por ello algo lenta y de poco relieve. En cambio, se yerguen en la novela, destacando netamente sobre el fondo, las figuras de los personajes (incluso la del perro Percevall), que quedan impresas en la mente por la minuciosa pero eficaz plasticidad que el autor consigue darle, a través de un magistral estudio de los caracteres pintados con sus rasgos más significativos. [Trad. de Juana Moreno de Sosa (Madrid, 1950)].
E. Cione