Torcuato

Protagonista, del drama El delincuente honrado (v.), de Gaspar Mel­chor de Jovellanos (1744-1811). Es un per­sonaje a caballo de dos épocas, un hombre situado entre la violencia romántica y la serenidad clásica, entre los principios del derecho natural y los del derecho positivo, entre aquello que mueve el corazón y aque­llo que frena el cerebro.

En una palabra, Torcuato, el delincuente honrado, es — un poco como su autor, que luchaba a la vez a favor de la tradición y de la renovación — el español culto e inteligente que, en el fondo, no deja jamás de sentirse «reaccionario» cuando se trata de defender la hon­ra. Si en la vida pública la civilización exige que triunfe la justicia por encima de la vindicta personal, en su intimidad, el individuo sigue siendo el de siempre. Como explica muy bien otro personaje de la obra, don Justo, «la sociedad, las costum­bres, el espíritu nacional y aun la misma Constitución inspiran a la nobleza estos sentimientos impetuosos y delicados que se suelen designar con el nombre de ‘pun­donor’.

Cuando se posean mayores pruebas acerca del honor podrá ser conveniente agravar las penas, pero mientras tanto las penas graves serán injustas y no produci­rán efecto alguno. Nosotros pensamos más o menos como los godos, pero castigamos con la pena capital a quien acepta un due­lo». Ésta es la lucha que se desarrolla dentro del alma de Torcuato. Hombre re­flexivo, naturalmente bueno, a lo Rousseau, que no sabe contener sus lágrimas, Torcua­to no sabe resistir la tentación de aceptar un duelo contra un rival. Y da muerte a éste. Noblemente, pero le da muerte. Luego se casa con la viuda y guarda el secreto hasta que no tiene más remedio que reve­larlo.

Entonces se justifica alegando que no mató por crueldad, sino porque se vio obli­gado por su honor, y si es verdad que las leyes castigan el homicidio en duelo, tam­bién lo es que la gente prodiga sus sarcas­mos y su desprecio a quien se niega a ba­tirse. Sin embargo, si en ese aspecto Tor­cuato aparece como un hombre a la anti­gua, su posición frente a ciertos problemas figura entre las más modernas. Así, por ejemplo, por lo que. se refiere a la tortura. « ¡La tortura! ¡Odioso nombre! ¿Será po­sible que, en un siglo en que se respeta la humanidad, en que la filosofía esparce su luz por doquier, deban oírse todavía los gemidos de la gente torturada?» Aparte estas consideraciones metódicas, Torcuato aparece como un hombre totalmente ro­mántico.

Llora de aflicción, ama a su mu­jer, respeta a su padre (que es el mismo juez que le condena), se lamenta y se desespera, pero finalmente se salva del patí­bulo gracias al esfuerzo de un amigo. Sin embargo, al recobrar la felicidad, no sabe decidir en cuál de los dos campos se halla la razón. ¿La tendrán el sentido común y la lógica, que le impulsan a desterrar los duelos, o la pasión humana que obliga a la venganza? No nos lo dice porque no lo sabe: es, como ya dijimos, un hombre a caballo de dos siglos y de dos convicciones.

F. Díaz-Plaja