Simeon

 [Śim‘ōn], Es un perso­naje de singular relieve en los principios de la historia evangélica (Evangelio de San Lucas, v., cap. II, 25-35). «Hombre justo y timorato», de edad avanzada, «el Espí­ritu Santo le había revelado que no mori­ría sin ver al ungido del Señor», y llevado por el Espíritu Santo se encontró con Je­sús, que a los cuarenta días de su naci­miento era llevado al Templo para la ce­remonia del rescate.

Simeón quiso tener en sus brazos al Niño, y en un inspirado arran­que manifestó su alegría por haber visto «la salvación». El breve himno de Simeón, el Nunc dimittis, basado en célebres tex­tos del profeta Isaías (v.), es un adiós a la vida en la exaltación de ver lograda una meta por la que se ha estado suspi­rando largo tiempo. Simeón anunció a la Madre de Jesús las contradicciones que señalarían la vida del Niño, «ocasión de caída y de levantamiento para muchos en Israel», y profetizó la «espada» que le atra­vesaría el alma. En ese presagio de salva­ción y de ruina, de gloria y de muerte, que fija con luminosa precisión las vicisitudes de Cristo, reside la significación de ese per­sonaje que, en el umbral del Evangelio, es una representación viva de la fe y de la esperanza del auténtico Israel en su Re­dentor.

Las tentativas por identificar a Si­meón con un personaje de la historia ju­daica o encontrarle en los textos del Tal­mud (v.)—se le ha supuesto nieto del fa­moso rabino Hillel y padre de Gamaliel, maestro de San Pablo (v.)—carecen de consistencia. La tradición apócrifa le su­pone sacerdote y le atribuye una edad muy avanzada, pero nada confirma tales asertos. En el alma y en las palabras del hombre de Dios repercuten los antiguos anuncios de los Profetas y se señalan los términos precisos de la milenaria aventura religiosa de Israel. Y tampoco puede olvidarse que su aparición se produce en el Templo, cuya historia había de concluir entre dos hechos sangrientos: el suplicio del Calvario y la toma de Jerusalén por los ejércitos de Roma.

S. Garofalo