[Sanḥērībh]. Toda la majestad del hijo de Sargón se manifiesta en su nombre asirio: Sin-akhe-eriba: ¡Oh luna, multiplica a los hermanos! Las altas torres lunares se elevan en la llanura detrás de él; delante, una multitud de reyes encadenados y de países de rodillas, como un bajo relieve de Nínive. Rey en 705 a. de C., sus guerras fueron extendiéndose cada vez más alrededor de los jardines de Nínive como murallas de piedra. Murallas y diques contra el cerco político de innumerables príncipes: desde el arameo Merodach Baladam, de Babel, a Luli de Sidón, y desde Ezequías (v.) de Judá, a Taharq, de Egipto.
Senaquerib hinchó el pecho, rompió el cerco, y sobre las ruinas «multiplicó a los hermanos», a los vasallos fieles. Jerusalén, con las puertas atrancadas, emergía como un escollo en medio del mar asirio: un escollo siempre cubierto por las olas. El rey Ezequías vació los tesoros del Templo y del Palacio y satisfizo tributo, pero Senaquerib quería entrar. Tal vez más que la estrategia, lo exigía su real soberbia, aquella soberbia que eternamente escribe sobre la piedra: «Ezequías de Judá, que no se había sometido a mi yugo… yo lo encerré como un pájaro en una jaula, en Jerusalén, su morada… Sus ciudades, que yo había saqueado, las arranqué de su territorio… y el fulgor de mi majestad le postró». Pero en aquella «jaula» estaba el Templo de Dios, y su profeta Isaías (v.).
Desde las murallas llegaban las voces de los asirios que en lengua hebrea invitaban al pueblo: «Escuchad las palabras del gran rey, del rey de los asirios. No escuchéis a Ezequías… salid a mi encuentro y cada uno comerá de su vid y de su higuera». Isaías desde las torres contestaba: «He aquí lo que dice el Señor al rey de Asiría: ‘No entrará en esta ciudad… se volverá por el mismo camino por donde vino».
Y luego gritaba al gran rey: «Deliraste contra mí, y tu soberbia subió hasta mis oídos: por ello pondré un aro en tu nariz, y un freno en tus labios, y haré que te vuelvas por el camino por donde viniste». Aquella noche, «bajó el Ángel del Señor, y dio muerte en el campamento asirio a ciento ochenta y cinco ‘-mil hombres». El anillo en la nariz era demasiado grave: Senaquerib reunió a los soldados diezmados por la peste y regresó a Nínive. Lo que no logró en Jerusalén pudo hacerlo contra Babilonia, porque allí eran muchos los templos pero no estaba el Templo y eran muchos los dioses pero no estaba Dios: «Abrí canales e hice desaparecer la tierra bajo las aguas… para que no volviera a haber tierra para la ciudad y para los templos de los dioses, lo destruí todo con el agua y dejé el lugar semejante a un lago». Senaquerib murió el 20 de enero de 681; mientras estaba orando al dios de Nínive, sus hijos le dieron muerte. Pero desde el «irsit lá tári», el país de donde no se vuelve, su inflexible soberbia sigue repitiendo: «Postré al remoto país de Judá e impuse mi yugo a su rey Ezequías».
P. De Benedetti