[Śārāh = princesa]. Personaje bíblico cuya historia se narra en el Génesis (v.). Esposa de Abraham (v.), es en cierto modo su trasunto humorístico. La sublimidad del patriarca de Ur, en efecto, tiene momentos de casi absurda inhumanidad, como si su incondicionada fe en Dios endureciera en él toda sensibilidad y aflojara todos sus vínculos con la tierra. Así Abraham renuncia por Dios a una patria, aventurándose a un viaje sin meta.
Para mantenérsele fiel, no se ocupa de defender a su esposa de las asechanzas de los reyes de los países que los acogen, y para obedecer a su Dios no vacila en subir al monte Moriah, dispuesto a sacrificar a su único hijo. Es el suyo un heroísmo como de hombre alucinado, aunque en realidad obedezca a una lógica irrefutable, justificada por la convicción de que Dios es lo Absoluto y el hombre la nada si se opone a aquél, y capaz de todo si a Él se somete. Y en realidad la fe de Abraham no es jamás desmentida: su errabundeo se ve premiado con la conquista del país que más tarde habrá de ser de sus descendientes y del propio Mesías: Sara le es siempre devuelta intacta, protegida por los más eficaces prodigios divinos; y un ángel le aguarda en la cumbre del monte para hacerle desistir del sacrificio de Isaac (v.).
También la fe de Sara es asombrosa, pero aun así, es infinitamente más natural y humana y está esencialmente condicionada por el amor y embebida en él. Sara cree en Yahvé, pero como por reflejo, en virtud del amor que siente por Abraham. Podría casi decirse que Sara se desposó con su aventura religiosa, que Abraham y su destino en Dios son para ella lo mismo. De aquí su confiada y entusiasta entrega a él y la paciencia con que le sigue en sus interminables peregrinaciones entre Oriente y Occidente, y su sumisión a las distintas pruebas que la abruman, a condición de preservar la vida de aquél. La esperanza de que Dios realice su promesa de una numerosa descendencia a Abraham, marca empero el límite de sus posibilidades.
En efecto, cuando, llena de dolor, ve que han transcurrido los años en que podía aún confiar en su fecundidad, cree cándidamente que facilitará a Dios el cumplimiento de su profecía ofreciendo como segunda esposa a su marido su esclava predilecta. Y Abraham consiente no sin dificultad: su fe quisiera evitar aquellos inútiles ardides femeninos, sin contar con que la misma senectud de Sara podrá hacer brillar más aún el milagro divino. Ismael (v.), el hijo de la bella esclava egipcia, habrá finalmente de marchar a través del desierto; pero antes, ¡cuántas amarguras no habrá hecho sufrir Agar (v.) a la desdichada Sara! Por fin la herencia de Abraham será únicamente recogida por el hijo de la «estéril». Sin embargo, cuando Dios se sentará con dos ángeles en el encinar de Mamré y anunciará a Abraham que dentro de un año Sara dará a luz el hijo prometido, ella, desde la tienda donde está espiando, se echará a reír.
Luego, al darse cuenta de que su desconfianza ha sido descubierta, se asustará, pero su terror será ya un terror de fe, será el miedo de que Dios le retire su amparo y la castigue verdaderamente con la esterilidad definitiva. Al cabo de un año Isaac habrá nacido. Sara ha olvidado ya el miedo que sintiera aquel día detrás de la tienda: se acuerda sólo de su risa de incredulidad y por ello da al hijo del prodigio el nombre de «hijo de la risa». Pero Isaac no será «el que ríe». La que ríe en su humana fe y en su más humana incredulidad es Sara. Y al lado del más sublime y aparentemente árido héroe de la fe, ella sigue sonriendo sobre el pobre afán de los hombres cuando la confianza en Dios podía ser para ellos tanto más eficaz y tanto más segura.
C. Falconi