Marqués de Bradomín

Protagonista de la novela Memorias del marqués de Bradomín (v.) de Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936). En el marqués de Bradomín, «feo, católico y sentimental», Valle- Inclán nos ha dejado el más novelesco de sus autorretratos, ornamentado con todas las aspiraciones de su alma céltica y ro­mántica.

Heredero de don Juan (v.) y asi­mismo de Casanova (v.), su erotismo está empapado en los corrompidos vapores del diabolismo daurevilliano y del perverso mis­ticismo de D’Annunzio. La turbulenta san­gre española se revela en la soberbia que, en lugar de encerrarle en un desdeñoso aislamiento, le separa de todos los demás hombres en una orgullosa afirmación del propio yo. «Los españoles nos dividimos en dos grandes grupos.

El primero de ellos está representado por el marqués de Bradomín y el segundo por todos los demás». Por orgullo donjuanesco enamora a cuantas mujeres le salen al paso, y siempre por orgullo se bate (su «mejor virtud», según dice); otras veces, en cambio, rehúsa em­puñar las armas por una mujer, porque «desprecia a todos y sólo a sí mismo ama».

Bradomín disfraza la dureza de este orgullo satánico bajo un lírico indumento alquila­do en el guardarropía de los poetas deca­dentes, bajo un cinismo tomado del Aretino, de César Borgia o de los aventureros del siglo XVIII. «Aún más que bella, es buena», le dicen acerca de una mujer. «Callaos, porque siempre he sabido que la bondad de la mujer es aún más efímera que su belle­za», responde el cínico marqués, a quien más tarde descubriremos ingenuamente ena­morado de sus sueños, de su romántico sen­timentalismo e incapaz, por otra parte, de traducirlo en viva realidad por falta de fuego interior. «Los romanticismos a lo Werther no han sido para mí nada más que perfumes esparcidos sobre mis años mozos», confiesa, y más adelante dice: «Viajaba para olvidar, pero mis penas me parecían tan románticas que nunca me decidía a borrarlas de mi memoria».

Bradomín, en realidad, pasea por diversos países su don­juanismo, católico por razones de estética, pero pagano y bucólico por infatuación clásica. En la Sonata de primavera vivirá la primavera de su vida en la dulce Italia; en la Sonata de estío, que corresponde a su época de madurez, aparecen México y sus noches lujuriosas; en la Sonata de otoño y en la de invierno nos aparece ya viejo, pero aún inexhausto, militante en las filas de los carlistas, en defensa de la vieja Es­paña.

Y aun doliente de una grave muti­lación, le vemos aquí rozar el incesto con una monjita y, preso todavía por sus viejos y decadentes gustos, buscar lo novelesco en la realidad. Sólo motivos de pura estética pueden llevar a Bradomín hasta desear in­cluso la frustración de la Causa con tal de parecerse a aquellos románticos y legenda­rios caballeros que continuaban luchando, aun sabiendo que lo hacían inútilmente, porque incluso en los horrores de los sa­queos, en las violencias y en las despiada­das acciones de los vencedores se halla siempre algo de aquella belleza trágica tan agradable a Bradomín.

Postura espiritual que, en un juego de permutas, confusiones y aproximaciones en el que la realidad es abordada indirectamente, hace creer al hombre que de este modo, igualándola a su propia e imaginaria estatura, puede mejor soportarla o aun engrandecerla.

F. Díaz-Plaja