Isaac

[Yişḥāq = él se rie]. Personaje bíblico, el segundo de los grandes patriar­cas hebreos. Su figura, que está poco más que esbozada por el autor del Génesis (caps. XXI-XXVIII-XXXV) permanece en una discreta sombra entre las netamente dominantes de Abraham (v.) y Jacob (v.). Por lo demás, su vida no conoció los duros errabundeos, las audaces aventuras ni las angustiosas dificultades de los demás gran­des patriarcas.

Diríase que el propio Dios es discreto para con él: no le invita a subir al monte Moriah como a Abraham para someterle a una terrible prueba de obedien­cia, ni se enfrenta directamente con él, casi como enemigo, para medir sus fuerzas durante una noche entera como habrá de ocurrir a su hijo Jacob. La prueba mayor, pero de la cual Isaac tiene sólo una tardía e instantánea conciencia, la experimenta siendo aún muchacho, cuando un día su padre, que se lo ha llevado consigo al monte, le ata al improvisado altar y le­vanta el cuchillo para ofrecerle en holo­causto a Yahvé. Sólo es un momento, y el brillo del arma queda inmediatamente ofus­cado por el deslumbrador resplandor del Ángel. Pero Isaac no ha dado la menor muestra de rebelión: por el contrario, qui­zá se ha estremecido secretamente de pla­cer al saberse elegido de antemano por el Señor.

Sea como fuere, este episodio le caracteriza para siempre en su típica fiso­nomía de blanda y sumisa bondad. Nacido de padres viejos, parece que Isaac haya ad­quirido como resultado de ello una especie de sentido precoz de la tristeza y del ale­jamiento de todo vínculo terrestre. Cuando murió Sara (v.) él tenía ya treinta y siete años y todavía no estaba casado. Su pa­dre hubo de tomar la iniciativa y elegirle esposa de su estirpe, enviando para ello a su administrador a la lejana Harrán. E Isaac amó profundamente a aquella esposa que Dios le había evidentemente destinado (v. Rebeca), pero su afecto hubo de verse puesto a seria prueba, primero por la larga esterilidad de Rebeca y luego por los veinte años de ausencia de Jacob y por la con­ducta de Esaú (v.) y sobre todo de sus esposas cananeas.

En cambio, no le aban­donó jamás la prosperidad material: sus rebaños se multiplicaron sin fin y todos sus experimentos agrícolas tuvieron éxito, hasta tal punto que despertó la envidia de sus huéspedes filisteos, quienes le obligaron a abandonar su territorio molestándole du­rante años con sus continuas intrigas. Isaac, sin embargo, no opuso jamás resistencia ninguna, y al final su paciencia acabó por cansar la propia maldad de sus enemigos. Su corazón, con todo, no se dejó seducir por los efímeros éxitos materiales. Doloro­samente puesto ya a prueba en la intimi­dad de sus afectos, súbitamente tuvo que sufrir el nuevo tormento de la ceguera.

E Isaac, en la oscuridad de su abandono, aguardó el regreso de su hijo predilecto, después de abrazar al cual, «harto de años», expiró. «El que se ríe», sobre cuyos labios en realidad, tal vez la risa no apareció jamás, se perfila así en las páginas bíbli­cas que nos transmiten su memoria, como el más sencillo, el más humano y el más inefablemente patético de los grandes pa­triarcas de Israel.

C. Falconi