Inés

[Agnese]. Cuando, en el capítu­lo II de Los novios (v.) de Alessandro Manzoni (1785-1873) introduce y presenta la figura de Inés, le dedica un adjetivo mucho más frecuente en el lenguaje de todos los días que en el vocabulario, siempre cuidado y lleno de intención, del gran escritor.

Dice de ella, en efecto, «la buena Inés». Y en el capítulo siguiente ese atributo se repite: «era una buena mujer a carta cabal, y como suele decirse, se hubiera arrojado al fuego por aquella su única hija». La repetición, si bien — como es probable — surgió espon­táneamente de la pluma de Manzoni, no deja de tener su significación, y establece con suficiente claridad la relación entre el novelista y este personaje secundario de su obra: una relación de afecto, aquel mismo afecto indulgente y razonable que hallare­mos más ampliamente desplegado para con otro personaje: nos referimos a Renzo (v.).

Creemos que Inés, la «buena Inés», está vista precisamente con esta perspectiva hu­mana: no posee virtudes heroicas ni rasgos lo suficientemente marcados para poder re­solverse en una caricatura, ni menos aún características de vicio o de debilidad que puedan emparentaría con la raza de los «opresores». Inés es la mujer del pueblo, una figura que refleja y lleva a su per­fección todos los trazos comunes al coro. Curiosa incluso cuando deberían bastarle otros sentimientos, así por ejemplo cuando riñe a Lucía (v.), que le revela la odiosa galantería de don Rodrigo (v.), y le dice: «A tu madre no le debes decir semejante cosa»; o cuando, al enterarse del voto de celibato de aquélla exclama: «¡Y no se lo has dicho en seguida a tu madre!», delatan­do, al lado de su materna solicitud, una genérica decepción de confidente fracasada; piadosa, pero con los ojos muy abiertos so­bre el mundo, como cuando, al intentar el padre Cristóbal disuadir a Renzo de sus violentos proyectos contra don Rodrigo ha­blándole de la justicia divina, ella, más mundanamente, le advierte: «¿Habéis olvi­dado los brazos que este hombre tiene a su mando?»; observadora con aquella agudez quizás un poco maliciosa de los hu­mildes (recuérdese cómo Manzoni describe al «Azzeccagarbugli», «alto, enjuto, pelado, con la nariz encarnada y un antojo de frambuesa en la mejilla»); siempre dispues­ta a defender sus razones o las del prójimo aunque sea con astucia — como cuando con su charla aleja a Perpetua, para que al fin los novios puedan dirigirse libremente al despacho de don Abundio (v.)—o con pe­tulancia — como cuando se encuentra con la Monja de Monza (v. Gertrudis) o con el cardenal Federico.

Son pequeños defectos todos ellos y modestos ardides, que en la visión cristiana de Manzoni caben perfecta­mente bajo la genérica definición de la bondad, y hacen de Inés una figura ejem­plar no sólo de la novela sino del mundo moral de su inventor.

F. Giannessi