El Maestro de Escuela

[Le maître d’école]. Personaje de la novela Los mis­terios de Paris (v.), de Eugène Sue (1804-1857). «Una selva de grises cabellos cubría su cabeza enorme y horrenda; tenía un co­do apoyado en la rodilla, y el mentón en la mano.

Aun cuando su rostro repug­nante careciera de mirada, tuviese sólo dos agujeros en el lugar de la nariz, y su boca fuese deforme, manifestábase, no obs­tante, sobre aquel semblante monstruoso una desesperación más fuerte que todo lo demás». El anciano llora. Un día le habían dicho: «Cada una de tus palabras es una blasfemia, cada una de tus palabras será una oración. Eres descarado y cruel por­que eres fuerte; serás dulce y humilde por­que serás débil. Tu corazón está cerrado al arrepentimiento… pero un día llorarás…». Y el viejo bandido llora; en él se funden entonces patéticamente el blanco y el ne­gro absolutos del bien y del mal, de la luz y de las tinieblas sin penumbras, que constituyen la trama melodramática de to­da la novela.

En la tumultuosa alegoría de vicios y virtudes elevados a la hipér­bole con que la retórica romántica cons­truyó, en las márgenes de la literatura, aquella diabólica historia iluminada por angélicas presencias, en la que, a excep­ción de Pipelet (v.), no existe un «hombre», sólo el Maestro de Escuela aparece gran­diosamente inflamado, y, en el momento final, se aplaca en una fatiga humana lle­na de luz. En medio de la compasión y de la humana misericordia, un instante de poesía, salvado por una intuición psicoló­gica fácil, aunque rara en la obra, le res­tituye a la verdad en una imagen llena de belleza: es un corazón que se deshace.

Símbolo del arrepentimiento purificador, al que una sola lágrima traiciona, la figura del viejo presidiario evadido, cubierto de delitos, aparece en las últimas páginas con evidente vigor; aquello que más cuenta en él es su muerte, propia de un gigante abatido y redimido. Enorme era su cruel­dad, pero ahora crece en él la salvación, ya que ha sido probado por el dolor. En estos extremos, en los que reside al mis­mo tiempo la puerilidad, el énfasis y el dra­matismo de la obra, y en medio de todas las figuras que en ella se mueven, des­tácase el Maestro de Escuela, y a su luz, en la liberación del mal, la sencillez del símbolo queda embellecido por su misma simplicidad.

G. Veronesi