El coro es el público convertido en personaje, o, mejor aún, el público que crea el personaje. Su origen se confunde con los mismos orígenes de la lírica, fruto no solitario sino colectivo; al principio, el coro fue una efusión común de ideas y afectos y expresión cantada del sentimiento de religiosidad innato en el hombre.
De esta comunidad exultante destacóse cierto día, en la antigua Grecia, un elemento con significación propia, natural individualismo de los privilegiados, pero, asimismo, necesidad natural que la multitud tiene de sentirse representada en uno solo en quien poderse contemplar. Una vez creado el personaje por el coro, éste mismo se convirtió al momento en otro personaje al entablar un coloquio y un intercambio de ideas con dicho protagonista. Esta dramatización del coro se lleva a cabo gradualmente; al principio, el coro se escindió en dos partes o semicoros entre los que se intercambiaban las preguntas y respuestas.
Sin embargo, ya una de ambas partes representaba a un solo personaje y la otra a la multitud, como ocurre en el más antiguo ejemplo conservado, el ditirambo de Baquílides, en el que una parte del coro pide a la otra, que representa al rey Egeo, nuevas de Te- seo (v.). Posteriormente, con la aparición de un actor entre ambos semicoros, va concretándose esta personalidad apenas esbozada; Dionisos (v.), dios de la vitalidad y la alegría, fue el primer personaje teatral que tras haber sido durante mucho tiempo sólo evocado en los cantos corales, vino a narrar su propia vida a la multitud. Con ello tenemos ya el coro, ávido de escuchar o saber, frente a la misma exuberancia de la existencia concreta de una figura única.
Y la deidad va narrando de tal modo y con tal vivacidad las aventuras de su saturada historia que, finalmente, se ve envuelta en su misma fuerza representativa, y llega el día en que su narración se convierte en drama y el personaje no actúa ya solo, sino que desarrolla su relato con un antagonista ante el coro atento.
Nace entonces la tragedia de Esquilo. De esta suerte, el coro, ya única voz de un coloquio entre Dios y el hombre, después de haber invocado a la misma divinidad en la persona de Dionisos, consigue descubrir al hombre bajo sus apariencias, o sea, a sí mismo; no obstante, este semejante se halla agitado por la afanosa necesidad de realizar la vida, en tanto el coro, como tal, se limita a contemplarla.
A través de estas tres fases parece dibujarse la simbólica transición del hombre desde un momento lírico y religioso hasta una fase filosófica en la que adquiere conciencia de sus acciones y, a la vez, actúa y contempla, haciéndose capaz de asumir la responsabilidad del acto y de comentarlo y criticarlo al mismo tiempo; el coro, en efecto, apenas se sentirá espectador de un drama humano y no de un misterio divino, cambiará de actitud: contemplativo al principio, ahora se vuelve sabia o dolorosamente crítico.
Su misión consiste en representar el elemento estático frente a los motivos dinámicos del drama; necesariamente juicioso por cuanto no actúa, pero, precisamente por ello, incompleto, compensa las deficiencias de quien, mezclado en el tumulto de la acción, se ve arrastrado al mismo tiempo por su inercia. En tanto duró la tragedia griega tuvo el coro existencia propia; entre los latinos aparece ya sólo de manera indirecta, extinguiéndose tras el frustrado resurgimiento que se intentó en los siglos XVI y XVII.
Sin embargo, no por ello se olvidó la necesidad del elemento coral en la acción escénica. El coro continuó subsistiendo bajo formas diversas, aun cuando siempre con el significado concreto de un comentario, de un punto estable de la acción como referencia para valorar sus distintos movimientos. Al principio ocupó su lugar el Confidente (v.), figura firme e impersonal que acompaña al protagonista en sus vicisitudes sin tomar parte en ellas. Más tarde interviene el «moralista», vieja figura de vieja prudencia que siempre prevé y siempre tiene razón.
Bajo sus características vivió el coro sus experiencias más dolorosas: nacido para la admiración devota y reducido luego a la contemplación meditativa de la tragedia pura, hubo de degenerar finalmente en testigo de las más necias e ilógicas aventuras. De esta forma soportó todo el desequilibrio de los dramas románticos. Finalmente le hallamos de nuevo en la figura del «razonador», brillante señor que habla mucho y resuelve poco, expresión, una vez más, de un público, pero de un público intelectual que se complace en hallar el nexo entre causas y efectos allí donde se agita la búsqueda incierta de los fines.
Al igual que el coro griego, ignora dichos fines y se atiene únicamente a lo cierto, pero interviene sonriente y exasperante y afecta impasibilidad para encubrir una más reflexiva comprensión y un sentido de lo trágico que no debe manifestarse demasiado en él> sino más bien derivarse de sus relaciones con los demás. Éste es el coro de Ibsen y de Pirandello, voz de la superinteligente modernidad.
U. Dèttore