Personaje de la novela Sangre y arena (v.), de Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928). Es la mujer fatal, la encarnación de la maldad, el ánfora cuyos flancos no contienen sino males y desventuras.
Gran dama, habituada a la vida fácil y refinada de la alta sociedad europea antes de la primera guerra mundial, doña Sol ha pasado por todos los teatros, se ha aburrido en las mundanas logomaquias de las «garden-parties», y es natural que la atraigan los toriles sevillanos donde los hombres ignoran los cerebralismos que intoxican las relaciones entre los sexos y donde parecen predominar más bien las almas vegetativas y sensitivas que las intelectuales. El ansia de contraste la hace vibrar como un arpa, pero su abandono nunca es lo bastante completo para hacerle olvidar que para encontrar a Gallardo ha debido bajar un peldaño.
Doña Sol vuelca sobre el joven torero toda su lujuria, pero no le concede más derechos que al caballo que la lleva en sus grupas. Y preferiría incluso que Gallardo oliera a caballo que a los perfumes de que tan generosamente se rocía. El tuteo que le concede es el que la aristocracia ha dado siempre a los toreros, aceptando empero de éstos el respetuoso tratamiento de quien ha nacido en humilde cuna y sólo por su valor o por azar ha alcanzado la fama y el dinero. Por ello doña Sol se irrita cuando Gallardo se cree autorizado a tratarla con familiaridad y a mostrarse celoso. Su alejamiento no puede, pues, ser más lógico.
Doña Sol vuelve a su mundo y a su gente, culpando de su pasada locura al ardiente sol de España, que se le ha subido a la cabeza como el vino. Y cuando vuelve a la plaza donde Gallardo, deprimido por su abandono, ha perdido el dominio de sus nervios y el favor del público, doña Sol no lleva ya peineta y mantilla, sino sombrero a la moda francesa, y en sus ojos no hay más que la fría curiosidad de quien admira sin comprender. Por ello la muerte de Juan Gallardo en el coso no le arranca ni una lágrima. No es más que un torero que durante algún tiempo le gustó.
F. Díaz-Plaja