[Christian Wahnschaffe]. Protagonista de la novela de su nombre (v.) de Jakob Wassermann (1873- 1943), es una figura rica en contrastes y misterios, típica del neorromanticismo alemán.
Forjado entre la opulencia de los magnates de la industria metalúrgica renana de principios de siglo, su espíritu, demasiado sensible, elimina cualquier agobiadora realidad circundante, desde la labor de investigación del estudioso hasta el nudo caótico de la vida ordinaria que desemboca en los monstruosos abismos de los bajos fondos.
Tampoco tolera la imperfección física, por lo que su naturaleza se endurece y se cierra herméticamente en sí misma ante el deforme y el enfermo. El solo hecho de ver, en un momento de éxtasis, un pequeño sapo que toca el vestido de Leticia es suficiente para que se desvanezca su amor por esta criatura gemela.
Su admiración hacia la bailarina Eva se derrumba súbitamente cuando contempla la mísera desnudez de sus pies atormentados. Parece como si el alma de Wahnschaffe no consiguiera pisar terreno firme y la vida se escapara de sus manos. Un velo de ironía comunica a sus oscuras palabras un matiz jocoso y su constante indecisión le hace aparecer como extraño, caprichoso y escéptico.
Su inquietud halla solaz en la afición a las miniaturas y rarezas; le fascinan la elegancia aristocrática y algo sufrida del perro de raza y, sobre todo, el brillo penetrante y siniestro del diamante Ignifer. No obstante, tras este oscuro preciosismo de formas y anhelos va madurando el verdadero Wahnschaffe. Las teorías filantrópicas de la época encuentran resonancia en el corazón de Cristián, cuyo egocentrismo va modificándose.
Una fuerza irresistible le empuja más y más hacia el dolor y la recóndita intimidad de los hombres, y, así, el espectáculo de la prostituta Karen, maltratada públicamente y golpeada hasta sangrar por su infame hermano, es suficiente para revelarle la verdadera misión del hombre que ha abandonado la esclavitud de los prejuicios. Cristián recoge a la desgraciada, se la lleva y la cuida, a pesar de las burlas de ella misma y del mal incurable y fétido que la consume, hasta que en la agonía, ya nuevamente criatura humana, expira tranquila en sus brazos.
Su renuncia a la herencia paterna le hace aún más libre. Estudia medicina y trabaja por la humanidad infortunada, ayudado por unos pocos y comprendido únicamente por la joven hebrea Ruth. Ésta, empero, es violentada y muerta brutalmente. Wahnschaffe permanece como petrificado y sube el último peldaño de la escalera de la renuncia. En un coloquio en las tinieblas, que es un clamor de espíritus, escucha la confesión del asesino, y en el hielo que en el corazón de éste va derritiéndose reconoce su nueva fuerza y respira el aire de su propia e íntima liberación.
La culpa no está en las cosas ni es algo externo, sino que se halla dentro de nosotros mismos. El hombre debe desarraigarla empezando precisamente por sí mismo, como el idiota de Dostoievski (v. Myshkin) o Alejo (v.). No dominar o corregir la voluntad, sino destruirla y aniquilarla para poder renacer, como el hombre de Schopenhauer: he aquí al nuevo Wahnschaffe, del que pronto va a perderse todo rastro positivo. Aparecerá en los crisoles de la perversidad humana, en América, África y Asia, como quien vive fuera del tiempo y el espacio, en la eternidad del dolor y la redención, falto de la estrecha y corpórea personalidad que el filósofo denomina principio de individuación.
M. Benedikter