Protagonista de cuatro cuentos del Decamerón (v.; VIII jornada, cuentos 3.° y 6.°; IX jornada, cuentos 3.° y 5.°). Pintor florentino de los primeros ¿decenios del siglo XIV (Nozzo di Perino llamado Calandrino) al que quizá por tradición se atribuían inocentadas y tonterías, Calandrino, en las páginas de Boccaccio, se convierte en el prototipo de la necedad humana, total antítesis del espíritu de sagacidad e inteligencia mundana encarnado en tantos personajes del Decamerón.
Sin embargo, la suya no es una tontería pasiva, una estupidez resignada y tranquila; el buen hombre se halla siempre lleno de vida, es rico en iniciativas y no sabe evitar el acariciar deseos a veces ilícitos, ni el fantasear sobre la manera de satisfacerlos, ni mucho menos puede dejar de comunicarlos a sus dos amigotes los pintores Bruno y Buffalmacco (v.), de los que no puede prescindir, aun siendo víctima necesaria y fatal de sus burlas, ni más ni menos que aquéllos no pueden pasar sin él.
Por este motivo, todas sus desdichas provienen de sus ideas: los dos burlones no tienen más que aguardar a que caiga en sus manos y secundar con una astucia tanto más grande cuanto menos aparente, sus necedades y las inevitables consecuencias de los hechos. Y al final, el burlado Calandrino aún debe recurrir a ellos para evitar peores males y agradecerles, sin sospechar nunca el engaño sufrido, cuanto hacen por él, o suplicarles quieran concederle nuevamente el favor de su amistad.
A pesar de todo, Calandrino sigue creyéndose astuto y no hay lección que pueda sacarle de su error o disuadirle de sus propósitos, ni siquiera los reproches de su mujer, que le conoce bien y a la que profesa un reverente temor, aun cuando a veces halle gusto en faltar a sus deberes de esposo. Y así, van surgiendo los casos paradójicos y, con todo, también lógicos de la aventura del ágata, la piedra que posee la virtud de volver a uno invisible, el gran sueño y el gran desengaño de Calandrino, quien, tras haberse visto en la posibilidad de llegar a ser inmensamente rico, se encuentra en su casa con un cargamento de piedras sin valor alguno y se desahoga apaleando furiosamente a su mujer; o aquel otro, no menos complicado, del cerdo que los amigos roban al desgraciado y del que él mismo pasa por ser el ladrón; el de su enamoramiento, que acaba también con una amarga desilusión y unos cuantos palos de su esposa; y el más cómico aún, del cuento en que se narra cómo se dejó convencer de que se hallaba en estado interesante.
Es imposible contener la risa y, a la vez, dejar de sentir cierta compasión ante tanta simpleza e infortunio; y, sin embargo, nunca aparece tan lograda la figura de este personaje como en las situaciones paradójicas en que se manifiesta siempre con una característica humana propia.
M. Fubini