El protagonista del drama de este nombre (v.) de Henrik Ibsen (1828- 1906) es un personaje con gran fuerza de voluntad y totalmente entregado a su misión de elevar las almas de los mortales.
Ministro del culto, quiere comprender y seguir las leyes y preceptos eternos sin que su obra se «dirija a sostener una Iglesia determinada ni un determinado dogma». Su esfuerzo para seguir su íntima vocación es titánico, pero su sueño supera aún a la acción.
Quisiera hallar en el mundo alguien capaz de ofrecer algo en secreto, los «héroes que, ocultando sus nombres, supieran contentarse con la victoria, los poetas que secretamente dejasen volar sus sueños sin que se supiera de quien recibían sus inspiraciones». A pesar de que no halla a estos seres ideales, prosigue su camino con absoluta fe en la victoria y puede exclamar sin contradecirse, puesto que su actuación se dirige únicamente a los espíritus: «Un día, cuando los ojos se abran a la luz, se verá en la derrota la mayor de las victorias».
Su vida es una lucha aun contra lo humano, «palabra engañosa, refugio de los ineptos que para obedecer a viles sentimientos faltan a su promesa». No hace caso de los consejos del médico; lucha contra el prefecto que entre el blanco y el negro escoge el gris del compromiso, «prefecto y sólo prefecto, de pies a cabeza, del fondo del corazón a la punta de los dedos»; y contra el decano que hace pensar en «un cabo que hace marcar el paso con su vara». Una mujer, Inés, se enamora de él y de su sueño y le sigue con sus débiles fuerzas por su áspero camino, hasta que primeramente su hijo y luego también Inés sucumben.
No obstante, gracias a ella, un soplo de dulzura penetra en su corazón endurecido por la voluntad, y reconoce que «para que un alma comprenda a todos los seres es preciso, ante todo, que sienta predilección por uno de ellos». Brand quisiera que la vida no estuviese dividida en dos, seis días de trabajo y «uno para desplegar la bandera del Señor»; cualquier día y cualquier obra, «el sosiego del atardecer y la inquietud de la noche», deberían ser alegría y plegaria.
La multitud se llena de entusiasmo ante tales discursos, pero luego, cuando Brand la conduce hacia las cumbres, se dejan oír las voces de la humanidad doliente y todos ceden con docilidad a las órdenes del prefecto y del decano. Brand se halla nuevamente solo. Su gran sueño de «todo o nada», apoyado en la más poderosa voluntad, se ha malogrado, y mientras lo arrolla el alud que ruge en las alturas, oye una voz que dice «Dios es caridad», dirigida a quien como él, desde el principio de su lucha, en el deseo de juzgar a todo el mundo, había dicho que ninguna palabra se ha visto tan encenagada como esta «caridad» que convertimos en «un velo para disimular la ausencia de voluntad.
Cuando un sendero difícil y resbaladizo nos fatiga, lo abandonamos por amor; si, en cambio, preferimos el camino real, es también el amor quien nos lleva a escogerlo».
A. Boneschi