Bernarda Alba

En la tragedia póstuma de Federico García Lorca (1898-1936) La casa de Bernarda Alba (v.), la figura de esta vieja terrible es el eje de todos los anhelos de sus hijas, ansiosas de amor en el estrecho encierro que impone Bernarda bajo las minuciosas y férreas ordenanzas del «qué dirán».

Bernarda Alba, rectilínea, pétrea, trazada de un solo rasgo, es el imperativo categórico de la vida social pue­blerina: todo se hace para fuera, con rígida etiqueta de lutos, saludos y formulismos hipócritas y envenenados de comadre. Ella, con su bastón y su manto negro, impone los mandamientos: no se puede salir a la calle, como las pobretonas; no se puede abandonar la tensión de la costumbre, por­que se empezaría a ser «cualquiera»; no se puede tener amor, si no es dentro de la conveniencia de los dineros y el buen pa­recer.

Todo un escenario de mujeres se centra en torno a sus sayas, que magnetizan el estrecho ámbito de aquellos muros blan­queados y aquellas ventanas siempre ce­rradas, con el varón al otro lado de las rejas… Y cuando sobreviene la catástrofe, con la hija ahorcada después del amor, Bernarda se yergue indómita: « ¡A callar he dicho! ¡Las lágrimas cuando estés sola! Nos hundiremos todas en un mar de luto.

Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!» La figura de Bernarda Alba, en el teatro moderno es­pañol, tiene una intensidad única, inexpli­cable, que parece reavivar una potencia escénica aletargada desde el Siglo de Oro. Pero con esta criatura dramática excepcio­nal se cierra, al mismo momento en que se abre, un nuevo sentido del personaje dramático hispánico.

J. M.a Valverde