[Bil’ām]. Personaje del Antiguo Testamento (v. Biblia), uno de los más enigmáticos y contradictorios, que, por tantos motivos, personifica toda vana resistencia del hombre a la inmutable voluntad de Dios.
El Libro de los Números (v.), que en ese adivino extranjero ve al más fidedigno testigo del favor de Dios para con Israel, nos narra su aventura (cap. XXI-XXIV), y con lenguaje gusto popular, pero en forma eficacísima, traza las líneas maestras de un auténtico drama. Balaam, el adivino, ha sido invitado por Balac, rey de Moab, a dejar las riberas del Eufrates para maldecir a los israelitas, que se disponen a atravesar el país para alcanzar la tierra de Canaán.
Después de negarse por una vez, Balaam cede a una segunda conminación, a pesar del veto del oráculo divino y de su certeza interior de no poderse oponer a éste. A lo largo de su camino su lucha interior alcanza intensidad de tragedia, cuando la insistente visión de un ángel se le aparece amenazadoramente, y su propia burra «ve» lo que el «vidente» no quisiera reconocer. A pesar de todo, un ilusorio distingo de conciencia, una frágil esperanza de conformarse a los designios de Dios, le impulsan a seguir adelante, hasta que, llegado al lugar que se le había indicado, su destino se cumple fatalmente.
Ante el atónito Balac y contemplando desde las alturas los campamentos israelitas, Balaam pronuncia «cuatro oráculos» sucesivos — estupendos por la energía y concisión de su estilo y por el espontáneo vigor de sus imágenes — que quisieran ser «maldiciones», pero que en lugar de ello resultan un potentísimo «crescendo» de «bendiciones», hasta llegar a la profecía mesiánica de la «estrella de Jacob». Después de ello el drama se precipita hacia su epílogo. Balaam abandona la tierra de Moab, sin llevar consigo, como única ganancia, más que un odio desesperado por el pueblo bendecido.
Con el fatalismo y la lucidez de los condenados, se detiene en Madian, para instigar hábilmente a las mujeres del país a seducir a Israel, y logra su intento (cap. XXXI, 16). Pero el castigo de Dios les alcanza inexorablemente a todos, señalando el trágico fin del drama (cap. XXXI, 8). El propio Balaam muere en combate, al lado de los jefes de Madian, luchando contra aquel pueblo del cual — ¡ oh ironía del destino! — hubiera querido formar parte y cuya muerte hubiera querido compartir.
Hechicero y auténtico profeta, místico pero ávido de ganancias, hombre de inteligencia lucidísima, pero cegado por bajas pasiones, enemigo y al mismo tiempo vate de Israel, Balaam, el «llamado» pero no «elegido», reune en sí los más intensos contrastes del alma humana. Por ello su figura, que es una vigorosa obra de arte, podría alcanzar el valor de símbolo en la historia de los encuentros con Dios.
E. Bartoletti