Entre los grandes especialistas, cada uno maestro en su ramo, que reúne el Banquete (v.) de Platón, faltaban el político y el gimnasta de cuerpo perfecto.
Ambas cualidades están representadas por una sola persona, Alcibíades, que no figura entre los invitados oficiales, pero que irrumpe de improviso, en un estado de embriaguez casi completa. Con él entra así en aquel cenáculo de personas tan conscientes, un inconsciente de paso inseguro, y entre tantos apolíneos viene a aparecer un dionisíaco.
Alcibíades nos deja vislumbrar la imagen de otra Atenas, una Atenas báquica de noctámbulos, de seductores, de impíos capaces de insultar todas las tradiciones, hombres peligrosos a la vez para el Estado y para sí mismos. Él, el discípulo de Sócrates (v.), es el jefe de semejante turba, y entre los motivos de agitación que contra aquel filósofo se habrán de alegar, pesará más tarde la carrera de Alcibíades, general, político sin escrúpulos y hombre eminentemente peligroso para la ciudad de Atenas.
Si Sócrates censura a los sofistas por la perniciosa educación que dan a sus discípulos, lo cierto es que el discípulo favorito de Sócrates no se comporta muy diferentemente de aquéllos: con el tiempo será un seductor de la multitud, que sólo buscará la gloria y que se dejará llevar como un tirano por el ansia de poder. En los dos diálogos platónicos que llevan el nombre de Alcibíades (v.) y cuya autenticidad dista mucho de estar probada, el autor intenta disculpar a Sócrates demostrando que los buenos consejos de tan virtuoso maestro quedaron anulados por la democracia ateniense que ofrecía a los vicios del discípulo demasiadas ocasiones y posibilidades.
En El Político (v.), Platón hace, sin nombrarlo, el retrato de un individuo genial envilecido por la relajada forma del Estado, mientras que ahora en el Alcibíades nos presenta de nuevo a un Alcibíades más joven y que todavía no sueña en vastas empresas, como será más tarde la expedición a Siracusa. El Alcibíades de El Banquete tiene ideas muy distintas. En cuanto irrumpe en la escena se dirige a Sócrates, y ambos empiezan a discutir no como un discípulo con su maestro, sino como entre iguales. En efecto, si Sócrates es plebeyo, Alcibíades representa — por otra parte como el mismo Platón — a la más alta aristocracia, lo cual le exalta de golpe al mismo rango de su maestro.
Además, si Sócrates es el más prudente, el más profundo, el más meditativo y el más consciente de los atenienses, Alcibíades es el más bello. Si él no se hubiese presentado al banquete, en éste sólo hubieran tomado parte personas espirituales, que representan la supremacía del espíritu puro. En cambio, con la irrupción de Alcibíades, el equilibrio entre el alma y el cuerpo, tan precioso, queda restablecido.
He aquí por qué interpela a Sócrates con la insolencia de un igual y demuestra cuánto ha aprendido de sus enseñanzas. Como su maestro, Alcibíades emplea la ironía, y simulando atacarle con extrema sinceridad, en realidad esconde, tras el velo de sus censuras, los más cálidos elogios. Todos los asistentes debían cantar himnos a Eros, pero aquel intruso entona un himno a Sócrates.
De ello resultaría ya un contraste, que los discursos de Alcibíades vienen a acentuar al tratar de temas eróticos. Insolentemente, no se avergüenza de revelar una noche pasada con su maestro. Los reunidos aguardan lo peor. Todo el mundo aguza el oído, esbozando una sonrisa, pero Alcibíades refiere con falsa y hábil indignación cómo Sócrates se pasó la noche entera contemplándolo y estudiando a través de su bello cuerpo la idea de la belleza a la cual se refería empleando como trampolín aquel paradigma terrestre.
De esta escena deriva precisamente la definición de amor platónico que tan importante papel ha desempeñado en la historia del corazón humano y de la poesía; desde la Vida Nueva (v.) de Dante hasta los Sonetos (v.) de Shakespeare y desde las Afinidades electivas (v.) de Goethe, hasta la Cartuja de Parma (v.) de Stendhal. Ello no impide, por otra parte, a Alcibíades comparar a Sócrates con Sile- no o aún peor con un sátiro — y realmente su chata nariz le daba cierta analogía con ellos — y como tal le asigna un puesto en su propio cortejo báquico.
Así Platón conduce a Alcibíades a través de toda una gama de sentimientos, desde el rencor a la ironía y a la admiración amorosa. De tal modo que, mientras todos los demás discursos parecen preparados, el de Alcibíades diríase totalmente improvisado. Tal es el genio de aquel hombre peligroso. Improvisa, crea y se entrega sin reparo al ímpetu de su continua creación.
Así traza, hasta rayar en la caricatura, el retrato de su ciudad, aquella ciudad que se habría arruinado aun sin él, que se limitó a acelerar su caída al precipitarla en la empresa de la conquista de Sicilia cuando Esparta no estaba todavía debilitada. Se adivina que, a pesar de todo, Platón siente por Alcibíades la mayor simpatía. Entre los demás autores que le han descrito, Tucídides es el de más escrupulosa exactitud, aunque lo encierra en el cerco de la causalidad.
Alcibíades, a pesar de todo, escapa a él, rompiendo los anillos de las causas y de los efectos. Jenofonte es demasiado prosaico para poderlo comprender; Comelio Nepote, demasiado romano; Plutarco, demasiado moralista. Sin duda el idealista Platón fue quien más se acercó a la figura real de Alcibíades, sencillamente porque éste, por lo mismo que era la suma de todas las cualidades y facultades que Atenas aspiraba a poseer en su alma y en su cuerpo, se había convertido a su vez en una idea.
F. Lion