[Reconstruction in Philosophy]. Esta obra del filósofo y pedagogo americano John Dewey (1859-1952), publicada en 1920, representa una brillante acusación contra las teorías que impiden a la filosofía adaptarse a la mentalidad y a las exigencias modernas. Constituye el hilo conductor, el modo completamente distinto con que los antiguos y nosotros miramos la vida. En la visión de los antiguos domina la inmutabilidad, el sentido de armonía, la contemplación; hoy, en cambio, estamos saturados de devenir, de dinamismo inquieto, de practicismo.
En función de dicha diversidad también la posición del hombre ante la vida y su visión de las cosas han cambiado profundamente. Pero mientras vemos que la ciencia, en su propio sector particular, es completamente moderna, la filosofía, en cambio, está todavía ligada en muchos puntos con las concepciones pasadas. De ahí una caótica promiscuidad de los elementos que la componen, con perjuicio de la misma filosofía. La finalidad de renovarla es quizá «la finalidad intelectual del siglo XX» y renovarla significa rejuvenecer ideas, métodos y direcciones precisamente en aquellos puntos que se inspiran en una mentalidad que ha pasado definitivamente de moda. Sólo entonces la filosofía podrá representar un sistema homogéneo que exprese la moderna visión espiritual de la vida, precisamente como la ciencia expresa la moderna visión espiritual de la naturaleza.
El secreto de una reforma similar está, para Dewey, sobre todo, en comprender bien qué cosa es conocer, cuya naturaleza está en ser un instrumento y no un valor en sí mismo. El conocer ha de ser funcional en lugar de intelectual, práctico en lugar de contemplativo. De una cosa, dice Dewey, no me interesa saber abstractamente su esencia, sino concretamente la capacidad, la actividad y las relaciones con el mundo actual en que vivimos. Inspirándose en el utilitarismo humanista de Francis Bacon, John Dewey llega a declarar que la inteligencia sólo ha de ser considerada como «una reformadora iluminada y eficaz de aquellas fases de la naturaleza y la vida que obstaculizan el bienestar social». Aquí Dewey expresa plenamente aquel pragmatismo que heredó de Peirce y de James y que representa en la actualidad la contribución americana más característica a la filosofía. Siempre el conocimiento se juzga por sus consecuencias prácticas, siguiendo la máxima evangélica de que el árbol se conoce por los frutos.
Es una locura, continúa Dewey, creer que esta defensa de la instrumentalidad del conocer constituye una recaída en una concepción materialista. Pues consiste también en tener en cuenta los únicos medios a nuestra disposición para realizar algo verdaderamente concreto en el campo del espíritu: «La mecanización de la naturaleza es la condición de un práctico y progresivo idealismo de la acción». De otro modo sólo se consigue degenerar en un vacío y estéril sentimentalismo intelectual. Los resultados de dicha reforma en la filosofía, nos asegura Dewey, serán maravillosos. Desaparecerá como por encanto un cúmulo de enigmas y sofismas que interceptan las antiguas filosofías, muchos problemas inútiles caerán por su propio peso, mientras se presentarán muchísimos otros, profundamente sugestivos. La renovación actuará como estímulo de trabajo en todo el campo de la filosofía, con particular beneficio, como demuestra Dewey en los dos últimos capítulos del libro, para las dos partes de la filosofía más preciosas y descuidadas: la moral y la sociología.
A. Dell´Oro