[Saturae Menippeae]. Obra latina de varia filosofía y bella literatura, dividida en ciento cincuenta libros, de los cuales quedan cerca de 600 fragmentos. En aquella enciclopedia, mixta de prosa y verso, referente a variados temas, Marco Terencio Varrón Reatino (116-27 a. de C.) imita al filósofo cínico Menipo de Gadara (siglo III a. de C.), que había representado en sus defectos la sociedad humana.
Un centenar de títulos, latinos, griegos y grecolatinos, nos ilustran acerca del contenido de cada una de las sátiras: nombres mitológicos, palabras desusadas y extrañas, vocablos relativos a la secta cínica y proverbios. Más que en el cinismo de Menipo, en realidad Varrón encontró en la filosofía académica la forma de su poética meditación más consciente y diestra, si no sistemática y filosófica. De otro modo no se explicaría la prolongada permanencia de Varrón (84-48) en Atenas, cuando tantos otros, incluso más ilustres, eran los centros culturales del helenismo, a no ser por cierta preferencia y afinidad espiritual que atraía a Varrón hacia la Academia. Allí le fascinaba «la blanca verdad, alumna de la filosofía ática»; y la tradición secular y el renombre de la filosofía socrática lo habían llenado de entusiasmo, aunque sin convertirle a ninguna de las últimas interpretaciones que las recientes escuelas habían intentado.
En cada opinión de Sócrates había motivos no para una, sino para decenas de filosofías y, volviendo a lo dicho por Sócrates, Varrón con aquel superficial concepto de las cosas filosóficas, que no deja de ser frecuente en los literatos, no sabía escoger ni adoptaba ninguno de los sistemas filosóficos. Por esto lo definieron como ecléctico, pero fue más bien un fanático de la metodología; tuvo conocimiento, como de una cultura y no como de un pensamiento vital, de aquellas experiencias filosóficas que se habían apoderado del mundo cultural de su tiempo. De todas experimentó solamente el hechizo que procede de la arquitectura exterior del sistema, y no entendió siquiera el ritmo que hay en el desarrollo del argumentar, pero no fue profundamente conmovido por ninguna, y fue íntimamente escéptico para todas. Tan cierto es esto, que en los años inmediatamente siguientes a su más intensa iniciación del todo ateniense y académica, sólo sintió la necesidad de fijar por escrito los progresos de su inquietud mental, mediante estas poesías menipeas y, dejándose atraer por la actividad propia del ciudadano que participa en la cosa pública, aquietó su espíritu en esta producción satírica, que fue el más brillante documento literario del lado pompeyano y de los ideales éticos y sociales que Varrón acariciaba.
De algunas de sus sátiras se puede conjeturar con cierta verosimilitud el contenido: el «Siervo de Marco» [«Marcipor»] narraba un viaje lleno de peripecias comparables a las de los Argonautas; en los «Gladiadores acorazados» [«Andabatae»] figuran los hombres que creen indagar los misterios de la naturaleza y en lugar de ello van a tientas por la oscuridad; las «Endimiones» [«Endymiones»] simbolizan a los que, como el mítico Endimión, amante de la luna, en lugar de vivir en la realidad de la vida continúan soñando o, peor todavía, durmiendo; las «Fiestas de Minerva» [«Quinquatrus»], sátira de la medicina contemporánea y de las nuevas terapias; los «Meleagros» [ «Meleagri» ], sátira de la caza, del mítico Meleagro, el primer cazador; «Parmenón» [«Parmeno»], verdadera arte poética, con una alegoría del mundo literario contemporáneo; la «Ley Menia» [«Lex Menia»], periodística ley convival, con fáciles sarcasmos acerca de las relajadas costumbres y sobre la dudosa moralidad; «Un Ulises y medio» [«Sesqueulixes»], autobiografía jocosa de Varrón que, como Ulises (v.), por exigencias bélicas se vio obligado a permanecer, aunque con interrupciones, alejado de su patria; en los «Sesenta ases» [«Sexagesis»], en realidad, en vez de los ases son sesenta los años que el autor lleva sobre su espalda y que le pesan obligándole a amargas comparaciones del pasado con el presente; las «Euménides» [«Eumenides»] son las furias, que persiguen a los hombres y los hacen enloquecer; pero no se trata de las que atormentaron al pobre Orestes (v.) matricida, sino de las que impulsan al pueblo romano a la locura de las religiones orientales, que con morboso furor son ya profesadas por todas las clases sociales.
En casi todas se repiten, como nota culminante y, en cierto sentido, como síntoma de una monótona fatiga senil, la polémica del pasado contra el presente, la crítica de las costumbres contemporáneas y el lamentarse de no haber vivido en las generaciones precedentes, pintadas como edades dichosas y libres de engaño
. F. Della Corte