Obra filosófica en diez libros, en la que Aristóteles de Estagira desarrolla, en la forma más madura, su doctrina moral.
Nicómaco, hijo del autor, divulgó este escrito que de aquí conservó su nombre. Toda actividad humana, teórica o práctica, tiene por objeto un bien. Hay fines a los que tendemos con vistas a otra cosa, y por esto son relativos e imperfectos y presuponen un fin absoluto, buscado por sí mismo: éste es el Sumo Bien, cuyo estudio pertenece a la suprema ciencia práctica, o sea la política, entendida aquí en el significado de ética no individual. Todos están de acuerdo en reconocer que el bien supremo es la felicidad, pero la discordia surge en tomo a qué sea ésta. Para muchos, es feliz una vida de bestiales placeres; otros cifran la felicidad en el honor; algunos, por fin, en la vida contemplativa.
Después de exponer en este punto una crítica contra la concepción platónica, que cifra el «bien en sí», en la idea, Aristóteles vuelve a la cuestión del bien supremo o felicidad, que sólo puede ser definida en relación con la función característica del hombre, y dado que ésta es la actividad racional, resulta que el bien supremo es «actividad del alma según virtud», concepto que resume y armoniza en sí, venciendo su unilateralidad, las exigencias espiritualistas y las eudemonistas, que ponen la felicidad o en el placer o en el éxito social. Conviene ahora examinar, dejando a un lado la virtud meramente física del alma vegetativa, la virtud propiamente humana. Interviene aquí la importante distinción de las virtudes humanas en «dianoéticas» y «éticas», propias, las primeras, de la actividad racional y capaces de nacer y crecer por medio de la enseñanza; y las segundas, propias de las facultades apetitivas y originadas por el hábito.
El segundo libro está dedicado a la definición de la virtud ética; al contrario de las cosas naturales que primero se poseen y luego se usan, la virtud es primero en acto que en potencia; se llega a ser justo obrando cosas justas; de ahí la importancia, para la vida moral, de una educación juvenil en la que se haga buen uso, como norma, del placer: el cual, por lo tanto, no es combatido. ¿Qué se entiende por acto virtuoso? La solución es demasiado radicalmente elusiva, pues consiste en la afirmación, abiertamente circular, de que «actos justos son aquellos que son tal como los cumpliría el hombre justo». La virtud no es pasión ni facultad del alma, sino hábito. Y, precisamente, hábito que hace buenos, a la vez, al agente y a la acción. Considerando ahora la virtud no ya como «acto», sino, con un análisis de carácter empírico, como «hecho» que interviene en el mundo del devenir y por lo tanto de la cantidad, que puede ser exceso o defecto, Aristóteles llega a la demasiado célebre definición de la virtud como «hábito de proponerse lo que es justo medio respecto a nosotros (subjetivo, por tanto, y no aritmético), determinado con razón y tal como lo determinaría el hombre sabio».
Volviendo, en cambio, a la consideración de la virtud como acto, Aristóteles afirma que ésta, en cuanto perfección del obrar, «empalia», es el punto supremo, como máxima extremidad opuesta al mal; doctrina bellísima, pero que, en el clima del pensamiento antiguo, no es susceptible de verdadero desarrollo; en realidad, Aristóteles vuelve en seguida al concepto del «justo medio», que considera en los aspectos practicistas y pedagógicos. Al acto práctico está dedicado el libro tercero, con vistas a definir lo qué hay de voluntario y de involuntario en la acción, y de analizar el propósito y la deliberación. Voluntario es lo que tiene su causa en el agente, derivando o sólo del apetito de éste o del apetito guiado por la razón, esto es, por un propósito que es «apetito de lo deliberado». Por el propósito, que presupone una función racional, el hábito natural de obrar, simple virtud física, se transforma en virtud verdadera y propia, la cual se define finalmente como «hábito conforme, y aún conjunto, a recta razón».
En nuestro poder están, pues, tanto la virtud como el vicio: el hombre es responsable y la tesis de que «nadie es voluntariamente malo» debe rechazarse. Sigue, en el cuarto libro, una descripción de determinadas virtudes éticas particulares: la fortaleza, la templanza, la liberalidad, la magnanimidad, la benignidad, la amabilidad, la franqueza, la urbanidad y el pudor; descripción utilísima para aclararnos las particulares tendencias éticas de los pueblos helénicos. En el libro quinto se dedica un tratado especial a la justicia, que se divide en distributiva (a cada uno según sus merecimientos) y correctiva (equilibrio del provecho y de la pérdida en los contratos, y proporción de las penas y las culpas), y a la equidad, Pero puesto que antes se llegó a una definición de la virtud que presuponía la recta razón, conviene estudiar (libro sexto) las virtudes dianoéticas, en las cuales el intelecto facilita a la «orexis», o tendencia al querer, el fin que es el bien, y la razón concurre a la deliberación de los medios con los cuales la voluntad logrará su fin. Las virtudes dianoéticas son cinco: ciencia arte prudencia, intelecto y sabiduría La ciencia tiene por objeto lo que es necesario, y es «hábito demostrativo», que tiene lugar por inducción — y es entonces conocimiento de lo universal al que se llega desde lo particular —, o por silogismo deductivo procedente de lo universal.
El arte es definido como «hábito de producir con verdadera razón» y tiene por objeto producir las cosas que pueden ser o no ser. La prudencia o sabiduría es «hábito práctico con verdadera razón en torno a aquello que es un bien para el hombre». El intelecto, o mente, es la facultad que capta de modo intuitivo, y no demostrablemente, los principios de todo conocimiento. La sabiduría, fusión de intelecto y ciencia, es la más perfecta de las ciencias, y gira en torno de las cosas más dignas. Todas estas virtudes tienen valor incluso por sí mismas, pero en particular, la prudencia (a la cual están ligadas todas las virtudes: tesis casi idéntica a la socrática) es indispensable a la virtud propia y verdadera. JE1 libro séptimo trata de la intemperancia y del placer. Intentando explicar por qué hay hombres que, a pesar de estar dotados de ciencia, caen en el vicio, Aristóteles vuelve a dar, en substancia, en el intelectualismo ético que él mismo critica en Sócrates: efectivamente, concluye que aquellos hombres, en realidad, no tienen ciencia. En cambio el tratado del placer, que anticipa el del libro décimo, está inspirado en un equilibrado pero decidido eudemonismo que reconoce la importancia del placer para la felicidad.
Los libros octavo y noveno tratan de la amistad y del amor, llamados uno y otro: virtud ligada a la justicia y fundamental en ese animal político que es el hombre. El .décimo y último libro se abre con un planteamiento del problema’ de la relación entre placer y virtud, concluyendo que el placer es «una perfección del acto», no esencial, sino sobrevenida, «como la belleza a quien se halla en la flor de la edad». Puede por tanto acompañar a cualquier función, incluso a la más alta; por esto la virtud y la felicidad no están separadas del placer. Pero la felicidad suprema estará en la pura contemplación de la eterna verdad, actividad que liberándonos de toda preocupación mundana nos hace partícipes de la beatitud divina. Pero puesto que esta actividad especulativa no puede ser continua en nosotros como en los dioses, es necesaria la actividad ética, moderadora de los apetitos, la cual se realiza por excelencia en la vida política, que por lo tanto hay que estudiar atentamente (v. Política).
Esta obra, terminada indudablemente después de las otras dos de moral aristotélica, presenta en sí un insuperado dualismo, evidente en la continua oscilación entre el eudemonismo humanístico hacia el cual estaba orientada la llamada Gran Ética, y el intelectualismo ético que inspiraba la Ética a Eudemo. Pero incluso por este mismo dualismo la Ética Nicomaquea sigue siendo en substancia la última y más significativa expresión de la ética griega. [La primera traducción castellana anónima de las Ethicas de Aristóteles (publicada en Sevilla, en 1493) es obra, según parece, del bachiller Alfonso de la Torre, que en la edición de Zaragoza del mismo año es citado como autor de la versión y del compendio. Anterior a ella es seguramente la traducción del Príncipe de Viana, procedente de la versión latina de Leonardo Bruno de Arezzo (Zaragoza, 1509). La primera traducción directa del griego fue la del gran helenista Pedro Simón Abril (1530 – 1589?) que permaneció inédita hasta el presente siglo (Madrid, 1918). La mejor traducción moderna es la de P. de Azcárate, en Obras, (Madrid, 1874)].
G. Alliney