Más quizás que el prefacio de Alcalá Galiano al Moro expósito del duque de Rivas, este Discurso, publicado en 1828 puede considerarse como el manifiesto del Romanticismo España.
Durán resume- y pone término, en los inicios del nuevo movimiento literario y cultural, a toda la larga discusión sobre el teatro que había sido el centro de las batallas literarias de la segunda mitad del siglo XVII entre «castizos» y «afrancesados». Teatro clásico es para Doran teatro pagano, abstracto y externo, teatro romántico es teatro cristiano, interior, lucha entre pasión, libertad y conciencia.
Ahora bien —dice Durán— como el antiguo teatro español, el teatro del «Siglo de Oro», está completamente impregnado de la lucha entre libertad y pasión, se centra en casos de conciencia, especialmente el teatro de «capa y espada», el teatro del «puntillo de honor», es natural que haya que dar la palma de la victoria al teatro cristiano, al teatro interior, al teatro con términos modernos se llama romántico, pero que ha existido siempre, desde su aparición, en España.
La fría conformación a determinadas reglas, que Aristóteles creyó deducir de las obras del teatro de su época, no puede ser, dice Durán, exclusivo criterio de valoración, pues la visión clásica es generalmente gnómica y por ello puede subsistir en una perfección de coincidencias, mientras la visión romántica es más histórica y por ello más ligada no al tiempo material de la representación, sino a la visión de la evolución de las pasiones en el tiempo y en el espacio. (En esto se advierte en Durán la influencia de la primera reforma de Romanticismo, el Romanticismo histórico, que buscaba precisamente visiones y reconstrucciones del pasado algo idealizado como época de fe y de fuerza contra el débil racionalismo ilustracionista).
Pero aún encontramos otro elemento notable en este Discurso: la convicción, general a todo el Romanticismo, de que la poesía brota del pueblo, en su primera constitución en unidad de los cantos épicos que luego gradualmente son absorbidos por el elemento culto, pero que continúan evolucionando (así, los «romances») en el pueblo, alimentando secretamente la vena de los poetas que a menudo sin saberlo toman algo del arte popular. Y creación del arte popular es todo el «teatro antiguo español», «el teatro clásico nuestro», según dice, teatro profundamente distinto del culto y frío teatro francés de los literatos, porque introduce sus raíces en los sentimientos, en las tradiciones, en las leyendas nacidas del pueblo.
El Discurso, carente de profundas investigaciones filológicas, está sin embargo lleno de observaciones notables y precisas, aunque quizás desordenadas, y constituye una apasionada y viva defensa de la literatura española contra la crítica formalista de los franceses. Hay consideraciones filosóficas al lado de observaciones estilísticas, y sobre criterios antiguos se insertan los postulados del Romanticismo; crítica literaria y visión histórica se funden y alternan. Acertadamente el Discurso fue incluido en la edición del Romancero general que Durán recopiló para demostrar la inagotable fuente de poesía de estos cantos populares que, derivados de los poemas épicos, se han continuado en la tradición oral por siglos y han de considerarse como prueba de la «naturaleza poética» del pueblo. E. Lunardi