Este Evangelio, escrito por el apóstol San Juan, en lengua griega, indudablemente en Éfeso, según el autorizado testimonio de San Ireneo, suscitó largas controversias acerca de la fecha exacta de su composición.
Teniendo en cuenta, sin embargo, el hecho de que el Apóstol lo escribió en edad avanzada (como lo atestiguan Epifanio y Eusebio), al regresar de su destierro bajo el emperador Nerva (96-98), y que, según refiere San Jerónimo, su autor murió 68 años después de la Pasión de Jesús, puede establecerse casi con certeza la fecha de la redacción alrededor de los años 96-98 d. de C. Los dos papiros Ryland’s y Egerton, descubiertos en Egipto, en 1920 y 1934 respectivamente, nos hacen saber que este Evangelio era reconocido e incluso iba unido a los Evangelios sinópticos desde la primera mitad del siglo II. El libro comienza con el prólogo, en donde se contiene, más aún que en las páginas de San Pablo, gran parte de la teología cristiana. En él (I, 1-18) se presenta a la persona del verbo de Dios, Luz y Vida, que se manifiesta por medio de la creación y de la encarnación y que da, a los que le reciben creyendo en él, la filiación divina. Ya en estas afirmaciones iniciales aparecen las tres verdades predicadas en todo el libro: Jesús está unido substancialmente con Dios Padre; es luz (verdad) y vida (gracia) de los hombres; es, finalmente, verdadero Dios.
En la primera parte (I, 19-XII, 50) Jesucristo es revelado al mundo; resplandece en las tinieblas que no quieren recibirle. Esta manifestación de Jesús viene preparada mediante el testimonio de Juan Bautista, la vocación de los discípulos y un primer milagro en el que resplandece la gloria de Cristo. Sigue la primera manifestación pública en Judea, tras la cual es recibido primero por los samaritanos y después por los galileos como Salvador del mundo. Una nueva manifestación en Jerusalén, con el milagro de la piscina probática, suscita el odio de los judíos. En Galilea, Cristo se revela como pan de vida y lo confirma con el milagro de la multiplicación de los panes; el pueblo no cree, ni tampoco sus discípulos; sólo Pedro expresa su fe en las palabras del Salvador. En los caps. VII, VIII, IX y X Jesús precisa mucho más su doctrina, con consiguiente acrecentamiento de la animosidad por parte de los fariseos. Es luz del mundo, y lo demuestra con la curación del ciego de nacimiento. Es el Buen Pastor. El milagro de la resurrección de Lázaro revela todo su poder y confirma su misión.
Jesús va a Efraim, después a Betania en casa de Lázaro, entra triunfalmente en Jerusalén y, por última vez, habla de su grandeza y de su futura exaltación. Llegado a este punto, el Evangelista parece hacer una recopilación de lo antedicho hablando de las causas de la incredulidad y aduciendo una categórica afirmación de Cristo. En la segunda parte (XIII-XXI, 25), resplandece la caridad de Cristo para con sus discípulos. Les da en la última Cena los supremos ejemplos de caridad y humildad, y en un postrer discurso los consuela y los confirma en su fe. En su última oración al Padre, Jesús pide su glorificación, la protección y la santificación para sus Apóstoles y la caridad y la unión para todos los que han de creer en él. Desde el cap. XVIII al cap. XXI, 24 se pone de manifiesto la caridad de Cristo, y su condición mesiánica en la Pasión y en la Resurrección. Los dos últimos versículos nos dan indicaciones acerca del autor del Evangelio y nos informan de que en él no se contiene todo cuanto hizo Jesús. El carácter más sobresaliente de este Evangelio, si se confronta con los Sinópticos, es su riqueza en discursos y su pobreza en relatos. Pero la tendencia del Evangelio, sobre todo doctrinal, no excluye una exposición histórica.
La cronología del IV Evangelio se limita a las grandes líneas, a la distribución de la vida de Cristo dentro de las cuatro o cinco Pascuas (de las cuales se deduce que la vida pública del Redentor duró más de tres años). El evangelista se propuso un triple objetivo: el primero, dogmático, probar que Jesús es el Mesías anunciado por los Profetas, el verdadero Hijo de Dios (II, 17; III, 14; III, 18; XIX, 24, 28, 36; XX, 31). El Salvador, es descrito continuamente como el verdadero Prometido por los Profetas, y su divinidad queda claramente atestiguada en todo el libro. El segundo objetivo que San Juan se propone es apologético: refutar el error de Cerinto, que negaba la divinidad de Cristo. El IV Evangelio refuta también a los ebionitas, reos de la misma herejía. No pudo pensar en las herejías gnósticas y de Marción, las cuales surgieron posteriormente, pero puede decirse que las destruyó de antemano. Su tercer objetivo es histórico: es evidente en San Juan la intención de completar la narración de los Sinópticos.
San Clemente de Alejandría observa que la misión terrena de Jesús había sido confirmada en los otros tres Evangelios, y que a San Juan le incumbía narrar los hechos que atestiguaban el ministerio divino de Jesucristo. Y el propio evangelista lo confirmó (XX, 31). Por esto descarta muchos hechos que supone conocidos por medio de los otros Evangelios; no refiere todos los preceptos morales del Sermón de la Montaña, no reseña más que cinco milagros de Jesús, no menciona el viaje de Jesús a Galilea, sino que sólo recuerda los milagros y los admirables discursos de Jesús en Judea y en Jerusalén, que los otros habían callado. Si consigna dos únicos hechos anteriores a la Pasión, referidos ya por los Sinópticos, la multiplicación de los panes y el paso de Jesús sobre las olas, es para mejor explicar las palabras del Salvador en Judea y en Jerusalén. Añade, además, a la cena, el episodio del lavatorio de los pies, fija la época del encarcelamiento de Juan Bautista, precisa el lugar de las tres negaciones de Pedro, determina las cuatro Pascuas y proporciona el medio de coordinar todos los acontecimientos narrados por los otros tres evangelistas y de establecer una concordancia exacta.
Las partes comunes del IV Evangelio con los Evangelios sinópticos son las siguientes: Primera multiplicación de los panes (VI, 1-13); entrada triunfal de Jesús en Jerusalén (XII, 12-19); traición de Judas (XIII, 18-30); predicción de las negaciones de Pedro (XIII, 36-38); en el Huerto (XVIII, 1); prendimiento de Jesús (XVIII, 11); Jesús delante de Anás y Caifás (XVIII, 19-24); negaciones de Pedro (XVIII, 15-18, 25-27); Jesús delante de Pila- tos (XVIII, 28-38); Jesús y Barrabás (XVIII, 39-40); Jesús condenado a muerte (XIX, 1-16); crucifixión y muerte (XIX, 17-30); sepultura (XIX, 38-42); las mujeres en el sepulcro (XX, 1); Pedro y Juan, advertidos por María Magdalena, se dirigen al sepulcro (XX, 2-10); aparición de Jesús a María Magdalena (XX, 11-18); aparición de Jesús a los Apóstoles en ausencia de Tomás (XX, 19- 25). El Evangelio de San Juan procede por afirmaciones teológicas presentadas con autoridad y solemnidad y con elevada forma literaria; el episodio de Jesús y la Samaritana y la narración de la resurrección de Lázaro pueden ser comparados con las mejores páginas de San Lucas.
Algún relato, como el de la curación del ciego de nacimiento, tiene en cambio un color más semítico, más próximo al estilo de San Marcos. San Juan es dogmático y teólogo por excelencia: es el poeta y filósofo del esplritualismo católico. Orígenes decía: «Si los Sinópticos son la primicia y la parte mejor de la Sagrada Escritura, el Evangelio de San Juan es la primicia de los Sinópticos y de todo el Nuevo Testamento». San Juan posee en sí algo más dulce y afectuoso que los otros evangelistas: se complace en narrar cándidamente el amor que Jesús sentía por él, y, al formular la teología del Cristianismo, acentúa los valores llenos de amor y de misericordia que ya no se separarían de la verdadera religión.
G. Boson