Al publicar su Curso de filosofía positiva (v.), Auguste Comte apadrinaba el nuevo movimiento cultural que tenía en él uno de sus máximos representantes; movimiento que dominará casi todo el siglo XIX, en forma de viva y encarnizada polémica, pero también, a menudo, en compromiso con el movimiento antagonista, el Romanticismo (v.). Como todos los grandes movimientos espirituales, el Positivismo tampoco se deja fácilmente encasillar en los cuadros de una definición estricta y precisa. En sentido muy lato puede decirse que es la revalorización del espíritu naturalista y científico contra las tendencias declarada y abiertamente metafísicas y religiosas del Romanticismo, ya protestante (idealista), ya católico (espiritualista). El Romanticismo parte de una reacción antifrancesa y antiburguesa; surge cuando por toda Europa resuena el fragor de las guerras contra Napoleón; acompaña a la Restauración y a todas las luchas para restablecer los principios religiosos y clericales de la vida y del orden social contra el laicismo ilustrado que la parte revolucionaria del siglo había heredado del anterior.
El Romanticismo se apoyaba en una metafísica del individuo, con base más o menos abiertamente teológica; su resultado, tanto en el terreno artístico como en el filosófico, es un aristocrático intimismo que sitúa al hombre, concebido como autoconciencia eterna, “solo frente a Dios”.
El Positivismo, en cambio, sobre todo en el Continente, es decididamente laico, revolucionario, y por ello antimetafísico. A las nebulosidades y arbitrios de un saber fundado en la fe, en el “corazón”, o en la intuición genial, contrapone el método objetivo, experimental, “positivo” de la ciencia natural. Por esto, a la gnoseología y a la metafísica del conocimiento contrapone la psicología, ciencia que quiere ser empírica, y hasta experimental; a la metafísica de la naturaleza, la síntesis orgánica de los últimos resultados a que han llegado las ciencias positivas; a la metafísica de la historia y a la ética del deber-ser, la indagación acerca de la sociedad, de las leyes empíricas de su desarrollo, de sus males y sus posibles remedios; y, llevando a lo último las consecuencias de tales posiciones, el Positivismo viene delineando una filosofía de la historia, una ética y una política sociológicas y socialistas, en contraste con el individualismo aristocrático y conservador de los idealistas. No cabe en él la teología.
O a lo menos lo parece: porque, en realidad, el Positivismo no se atreve nunca a liberarse completamente de la sombra de la trascendencia; la metafísica era negada en el terreno metodológico, pero no criticada en su mismo contenido; con un típico retorno a Kant, se proclamaba inalcanzable el objeto de la metafísica porque el saber humano no puede ir “más allá” de la experiencia; pero con esto mismo se reconocía implícitamente la existencia de un “más allá”, la realidad del objeto de la metafísica. La misma actitud de los positivistas ante la ciencia era dogmática: se aceptaba la ciencia en sus procedimientos y en sus resultados, como algo “sagrado”, absolutamente válido, y se aceptaba como hecho comprobado, o como resultado de una inducción experimental absolutamente válida, lo que era mero presupuesto metafísico implícito en la ciencia de la época (y la ciencia del siglo XIX era en realidad demasiado abundante en tales presupuestos), o bien como mera hipótesis que tenía en la ciencia únicamente la función de modelo, o de idea-guía.
Así, era admitida, sin más, la existencia de un mundo real “fuera” del sujeto pensante; así, el principio de la conservación de la energía, la ley darwiniana de la evolución, las hipótesis de Kant y Laplace, eran aceptadas como síntesis últimas del saber, ventanas abiertas a la íntima esencia del mundo. Estas limitaciones suyas conducían al Positivismo a una crisis fatal, tanto en el campo teorético como en el religioso y moral. ¿Es en realidad posible indagar el enigma del universo? “Más allá” de lo que conocemos, ¿no hay algo que no conozcamos y que sólo la fe y el sentimiento pueden darnos? Y he ahí a Comte aplicándose a fundar una nueva religión, a Herbert Spencer (1820- 1903), tratando de salvar con la teoría de lo “incognoscible” la posibilidad de la revelación, o a Roberto Ardigó (1828- 1920) volviendo a la religión en su hora extrema y suicidándose — símbolo del destino de aquel movimiento que durante tantos años había personificado. Igualmente, en el terreno político, la burguesía no sabe superarse revolucionariamente a sí misma, y con ello conducir a término las premisas implícitas en su revolución; por lo cual se pierde en el compromiso, se torna conservadora y romántica, mientras el socialismo burgués (para el cual el Positivismo era la expresión científico-filosófica) se pierde en tui filantropismo sentimental, y en un blando reformismo.
En estos caracteres del Positivismo se contiene la razón de su trayectoria histórica. Los albores del movimiento se hallan en la Ilustración, en la poderosa obra del naturalista Buffon, en sus indicios sociológicos contenidos en el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (v.), de Rousseau, y en la investigación de las causas económicas, físicas (ambientales, etc.) y sociológicas del desarrollo de la cultura, en que sobresalían algunos ilustrados. Pero en el terreno más estrictamente filosófico, el verdadero iniciador del Positivismo es, en pleno siglo XVIII, David Hume (1711- 1776). Su reducción de toda la filosofía y la psicología descriptiva es (a lo menos en las intenciones) empírica; el esfuerzo por aplicar a la ciencia del hombre el método de la ciencia newtoniana de la naturaleza (sobre todo la sutil e implacable disolución de todas las categorías de la metafísica) hacen de él el primer positivista. Hume muestra cómo nuestro conocimiento no puede nunca sobrepasar la experiencia sensible; pero esta afirmación suya puede entenderse según dos significados, muy diversos: o en el sentido “materialista” de que todo el llamado “mundo real” está construido mediante contenidos y relaciones sensibles, o en el sentido “agnóstico” de que no disponemos de medios para conocer lo que hay más allá de las impresiones sensibles. El positivismo inglés del siglo XIX, representado principalmente por James Mili (1773-1836) y John Stuart Mili (1806 -1873) (sobre todo por este último) toma el segundo camino, que proseguirá durante todo el siglo hasta ir a parar al agnosticismo de Spencer.
En este desarrollo, mediante el poderoso instrumento proporcionado por el análisis de la asociación de las ideas, el Positivismo inglés desenvuelve y perfecciona una genial y amplia epistemología, fundada sobre un cuidadoso análisis de la lógica de las ciencias empíricas y de los procedimientos inductivos del saber naturalista; en el campo ético desarrolla un notable análisis de la acción y de las leyes que regulan la decisión práctica y la deliberación moral; finalmente, en el campo político, superando las viejas luchas entre “tories” y “whigs”, conduce la vida parlamentaria inglesa a un contacto más vivo y fecundo con las exigencias y reales necesidades de la vida económica y política de Inglaterra y de sus dominios. Pero ya, con J. Stuart Mili, y más todavía con sus continuadores, las premisas agnósticas se prestan a compromisos con los movimientos románticos y religiosos de la época; se intenta salvar los motivos del corazón y de la fe, aunque sin analizarlos filosóficamente, dejándolos “junto” a la filosofía y a la ciencia, en un mundo que el saber no puede penetrar; punto de vista harto peligroso (que se encuentra también en el Positivismo actual o neopositivismo), que ofrece el riesgo de minar en su base todo el esfuerzo racionalista de la filosofía positiva.
Por otra parte, en la misma Inglaterra del siglo XIX la filosofía positivista no permanece en ese terreno puramente ametafísico al que la habían llevado David Hume y los dos Mili, sino que, vivamente atraídos por la admirable síntesis del saber naturalista realizada por Charles Darwin (1809-1882) mediante la teoría del evolucionismo, muchos pensadores (recordemos sobre todo a Alexander Bain, 1818-1903, y a Spencer) intentan una aplicación suya más vasta, y extienden sus principios a la psicología del conocimiento y de los sentimientos morales y sociales, tratando de hacer surgir el pensamiento conceptual, por vía de evolución natural, de las sensaciones, y los sentimientos morales, sociales y religiosos “superiores”, de las pasiones egoístas elementales. A pesar de sus grandes arbitrariedades científicas, este evolucionismo filosófico llevó al viejo y árido asociacionismo un soplo de vida, una concepción dinámica e historicista de la vida psíquica, que después ha dado sus mejores frutos en la psicología y en la sociología del Pragmatismo (v.). Pero incurrió en el error de hacer de la teoría de la evolución, en lugar de una fecunda hipótesis de investigación, una verdadera y propia metafísica dogmática. Error visible, sobre todo, en los evolucionistas post-spencerianos como R. Ardigó, y la escuela positivista italiana.
Una continuación original de la corriente de Hume y Stuart Mili es, en cambio, aquel “empirio-criticismo” que va a parar a Ernst Mach (1838-1916). Éste parte de un empirismo radical con neta marca de Hume; la realidad es un haz de impresiones sensibles; la ciencia es un procedimiento simbólico que se propone ahorrar energía psíquica, y que “representa”, por medio de los símbolos, del lenguaje y de la matemática las relaciones y los movimientos de lo sensible. Esto procura un criterio para someter la ciencia de la naturaleza a una crítica muy estricta, y eliminar todos los conceptos metafísicos y todos los pseudoproblemas (o sea todos los problemas que no son por principio resolubles mediante un ordenado recurso a la experiencia). Esta concepción tuvo enorme difusión sobre todo en el seno de las corrientes epistemológicas en que fue tan fecundo el final del siglo XIX: penetró profundamente en el pragmatismo americano (James), italiano (G. Vailati y M. Calderoni), y francés (H. Poincaré) y en la crítica de Mach se inspira hoy la corriente neopositivista, que toma el nombre de “Círculo de Viena” [“Wiener Kreis”].
Pero también tal sistema se halla muy lejos de estar inmune de presupuestos metafísicos: sobre todo en Mach y en sus seguidores pragmatistas, hay algo de una metafísica voluntarista, de origen más o menos schopenhaueriano, que Mach tiene en común con la escuela de los psicólogos experimentales alemanes (Fechner, Wundt), según la cual, en el fondo de la naturaleza se agita un oscuro e inconsciente finalismo, por el cual toda evolución natural obedece a un deseo inconsciente de realizar fines determinados con el empleo de un mínimo de medios.
La otra gran corriente positivista es la francesa, que tuvo su iniciador y máximo exponente en A. Comte. También éste parte de una teoría empirista del conocimiento, pero, lejos de limitarse a un mero análisis del mecanismo sensorial, desarrolla una compleja teoría histórica de la vida espiritual, mediante la cual la misma superación de la metafísica y la misma liberación de la ciencia de los residuos metafísicos son mirados en función de un desenvolvimiento y de una superación histórica que se actúa en un proceso a la vez temporal e ideal. A través de este desenvolvimiento el hombre libera de las nebulosidades del mito, el conocimiento de sí que posee, precisamente latente en el mito; la religión de Dios se substituye con la religión de la Humanidad, y la metafísica teológica con la sociología, en la que culmina el saber. Es notorio que Comte había sacado de Saint-Simon no pocas inspiraciones socialistas, pero de un Socialismo fundado, no sobre una visión realista y científica de la vida histórica, sino sobre razones de sentimientos, que culminan en una metafísica religiosa: ?a metafísica de la Humanidad y la religión del “altruismo“. Despojándose en parte de estos elementos sentimentalistas, los discípulos y continuadores de Comte (desde Littré a Taine y Durkheim) tuvieron el indiscutible mérito de crear una compleja y viva ciencia de la sociedad; pero tal vez no consiguieron recoger toda la herencia de Comte, salvo muchos atisbos historicistas y críticos.
A principios del siglo actual el Positivismo experimentó una fuerte crisis. Las diversas corrientes idealistas, aliadas en esto a corrientes — como el pragmatismo y el contingentismo — que, sin embargo, habían brotado del gran árbol positivista, encontraron fácil poner en evidencia los errores teoréticos, los residuos dogmáticos y metafísicos no resueltos, la impotencia, ya para rechazar, ya para mediar filosóficamente aquellos elementos fideístas, religiosos y sentimentales, que los positivistas no habían tenido valor para eliminar ni para acoger. De esta crisis renació (o tal vez sobrevivió a esta crisis), junto al Pragmatismo, el “Neopositivismo”, o “Positivismo lógico”, que se enlaza con la corriente más pura del Positivismo de Mach, Stuart Mili y Hume, pero acogiendo y elaborando de modo bastante original las ideas de los nuevos lógicos-matemáticos procedentes de las corrientes de Leibniz y de Herbert.
L. Wittgenstein, M. Schlick, R. Carnap, H. Reichenbach, con una escuela muy floreciente, que va engrosando cada vez más, y difundiéndose por Europa y América (hoy, en efecto, ha trasladado su cuartel general de Viena a Chicago), convergen, cada uno procedente de vías diversas, en una orientación que aspira a eliminar del saber científico todo residuo metafísico y hasta, en sus direcciones más recientes, de aquella metafísica especial que es en realidad el Empirismo (v.) para concentrar su atención en la ciencia como “lenguaje” (lógico-formal, simbólico), llegando, por lo tanto, a la concepción de la unidad del saber precisamente porque toda ciencia consiste en el mismo proceso de traducción a un lenguaje arbitrario y sujeto a reglas puramente convencionales y formales, de los datos de la experiencia. Este método ha obtenido particularmente buen éxito entre los físicos: se han adherido a él, entre otros, los máximos exponentes de la escuela de Copenhague, N. Bohr, W. Heisemberg, P. Jordán. Pero también en estos físicos se ve que tampoco el Neopositivismo sabe superar los límites dogmáticos del ‘Positivismo: falta de horizonte histórico y filosófíco-trascendental, lo que lleva a los positivistas a renovar el viejo agnosticismo, con todos los peligros del irracionalismo.
Giulio Preti