Poesías de Amor Cortés

La difu­sión y afirmación del Minnesang (v.) —poe­sía cortés de estricta observancia, con la servidumbre de amor como único tema poé­tico, siguiendo el ejemplo de los provenzales y de los franceses — van precedidas en alemania de un rico florecimiento de cantos de amor autóctonos, en parte anóni­mos y en parte debidos a poetas caballeros de la época de Barbarroja, cuya personalidad histórica escapa a nuestra investigación: el señor de Kürenberg y Dietmar von Eist, austríacos; los dos burgraves de Ratisbona y de Rietenburg, bávaros; el suevo Meinich von Sevelingen. En estos cantos, que con­servan en parte todavía la forma métrica de la estrofa nibelúngica, con frecuentes asonancias en lugar de rima, el amor es celebrado con un sentido profundo del misterio de la vida, que se traduce como en el contemporáneo arte románico, en el len­guaje de los símbolos (la rosa, el halcón, la estrella), como el libre connubio de dos criaturas que en la danza de la festiva pri­mavera se buscan, se encuentran, se po­seen, con plena rendición de los corazones y de las almas, dispuestas, si es menester, hasta el extremo sacrificio, o bien, lejanos, anhelan volverse a unir.

Así en la más antigua «alba» alemana la mujer se inclina con tembloroso y casi maternal afecto sobre el amante que duerme, para el cual/ha velado, como Hiltgunt vela el sueño de Walthario de Aquitania en el Walthari’o (v.): «¿Duermes aún, mi bello amor? Dentro de poco, ¡ay de mí!, nos despertarán. Un pajarillo muy hermoso ha volado a la copa del tilo». Y el caballero responde: «¡Era muy dulce el sueño, y tú, pequeña, me has despertado con tu grito! ¡ En verdad no puede haber en el mundo gozo sin afán! Haré todo lo que tú me mandes, amada mía»; y la mujer, llorando: «Tú partes y me dejas aquí sola. ¿Cuándo volverás a mi lado? ¡Ay de mí! ¡Toda mi alegría se va contigo!» Así en la anónima «Canción del halcón» [«Falkenlied»] una dama sola ex­plora la campiña con la mirada. Espera a su amor; de pronto ve volar un halcón: « ¡ Feliz de ti, oh halcón, que vuelas adonde más te agrada y escoges para ti, en el bos­que, el árbol que más te place! Yo también hice eso.

Yo misma escogí a mi amado; lo han escogido mis ojos». En la fantasía de Kürenberger, inclinado por naturaleza a la representación viva, dramática, en, for­mas corpóreas de plástica evidencia, el mis­mo tema se concreta épicamente, en su «Falkenlied», en una ejemplar historia de amor, que pertenece a todos los tiempos; por lo que el canto se cierra con cordial complacencia del poeta, que al revivir la aventura humana de su criatura se une a ella en la oración porque el amor corres­ponda al amor: «Durante un año y más ha­bía educado un halcón y cuando, como yo quería, lo tenía amaestrado y le hube ador­nado las plumas de oro fino, se remontó al­tivo y partió a lejana tierra. Un día volví a ver al halcón, cerniéndose arriba, en el cielo. Lazos de seda tenía atados a los pies, y sus plumas eran todas coloradas y de oro. ¡ Dios vuelva a unir a los que anhelan amar­se de amor!» Pero si bien el afecto que une a los amantes en la poesía de los primitivos es, a pesar de la franca confesión del deseo y el recuerdo de las alegrías gozadas, cas­to y púdico, en algunas poesías de Kürenberger el hombre y la mujer también se hallan uno frente a otro, como en el canto épico alemán, en actitud de reto.

En franca y tal vez intencionada oposición al nuevo canto de importación extranjera, el caba­llero se niega al deseo de la dama, que desea hacerlo suyo, o bien se alaba, orgu­lloso, de sus conquistas, pues que «las mu­jeres y los halcones se doman fácilmente: basta saberlas halagar para que sean ellas las que busquen al hombre». Bien siente el poeta la soberana potencia de su arte, pues si el primer trovador provenzal, el duque Guilhem de Aquitania, nos habla de su «obrador», de su «taller», donde va pin­tando y modelando sus versos, típico repre­sentante y renovador de un arte que nace del culto de la forma bella, Kürenberger se presenta, en cambio, a sí mismo, en la patria de Lied, como el nuevo Orfeo, émulo del Horand germánico, que por la noche, en el patio del castillo, hechiza con la novedad de su canto a una gran muchedum­bre que acude a escucharlo, y hasta a la soberana de su tierra.

En pleno cénit de la Edad Media, mientras Pedro y César com­baten su última decisiva batalla y el edi­ficio milenario de la «civitas christiana» vacila en sus fundamentos, en un fervor espiritual que se enriquece con todas las conquistas del pensamiento y del arte, que precede al Renacimiento, de la época carolingia a la época sueva, nace y va poco a poco formándose un nuevo tipo de hombre, el «hombre estético» dispuesto a subordinar las idealidades éticas y religiosas al goce del amor y del arte. El primer gran movimiento literario en tierra germánica, el Minnesang (V.), fundado, como la literatura trovadores­ca, sobre el frágil equilibrio entre «eros» y «charitas», entre la serena contemplación de la belleza y el ardor de los sentidos, se revela a un examen más atento como ex­presión y confesión sincera de aquella pro­funda crisis del alma germánica y europea. «Cosa demasiado ardua», afirma el Archipoeta, «es vencer a la naturaleza y conservar pura la mente en presencia de una virgen. ¿Cómo podremos jamás los jóvenes obedecer a una ley dura y no satisfacer los deseos de nuestra voluble carne?» Y en la misma corte de Federico, donde resona­ban los cantos del poeta latino, el futuro emperador Enrique VI declara a su dama, en una canción vibrante de cálida pasión, que está dispuesto a sacrificar el imperio, que aquel príncipe medieval consideraba como una misión providencial, por su beso de amor: «Antes que renunciar a ella re­nunciaría a la corona».

Cuando puede go­zar de su abrazo, por todo el tiempo que le yace «tan felizmente» junto a él, cree llegar al colmo de todo goce terreno; se siente «más alto y más glorioso que el mismo emperador»: «wolhoeher dannez riche», y el místico del amor cortés, el turingio Heinrich von Morungen (m. 1222), ministro de Barbarroja y quizás su poeta de corte, ya en una poesía juvenil proclama muy alto su dignidad de poeta amante: «yo soy el emperador sin tierra y sin corona: soberano en el alma». Junto a Heinrich von Veldeke, autor de la Eneida (v.), el primer poema caballeresco en lengua alemana, y eminente miniador, en sus poesías juveniles, escritas en limburgués, su dialecto nativo, de deliciosos idilios primaverales, el primer heraldo en tierra germánica del nuevo ver­bo de la virtud educadora del amor cortés, está el barón Friedrich von Hausen, familiar de Barbarroja y compañero en la tercera cruzada, durante la cual murió en Philomelium, en el Asia Menor, el 6 de mayo de 1190.

Hijo de aquel pueblo franco que, sensible a todas las formas de la belleza, asimiló mejor que otra estirpe germánica cualquiera la herencia de Roma, nacido y educado en aquella tierra renana que verá dos siglos después los esplendores de la mística, el caballero poeta cierra los ojos corpóreos a la realidad que lo circunda, para fijar los ojos del alma en una etérea figura de mujer: «¡He visto en sueños una mujer tan hermosa! Toda la noche la he cortejado, hasta apuntar el día, cuando me he despertado. Entonces me ha sido arreba­tada y no sé dónde está la que había de ser fuente de mi alegría. La culpa es de mis ojos, ¡ojalá fuera ciego!» Ya se anuncia en Hausen el que será carácter más profundo del Minnesang alemán, que lo distingue de la poesía cortés de Provenza y de Francia: el ansia cognoscitiva y un sentido más agudo, casi trágico, de lo problemático del «amor sublime» («hohe Minne»).

Pues si en Jaufré Rudel un arcano poder, el «genio», paganamente entendido, el «pairis», que se opone a la voluntad de Dios que ha «for­mado» en el poeta el «amor de tierra le­jana», hace que el amante sea odiado por la mujer amada, para el trovador germá­nico el amor es un «gran misterio» («ein grózez wunder»): «Oíd una gran maravilla: la que yo amo sobre todas las cosas del mundo me ha sido siempre enemiga. Tam­bién yo creía un tiempo saber lo que es la pena de amor; pero ahora he sufrido una experiencia mucho más dura. Ya en mi pa­tria había padecido mucho, pero aquí padez­co tres veces más». ¡Poder revelar el miste­rio y hacer frente al enemigo con lanza y espada, en campo abierto! «¡ Amor, de ti me vengue Dios! ¡Cuántas alegrías robas a mi corazón! ¡Si yo pudiera arrancarte aquel tu ojo torcido! Cuando tú estuvieses muer­to yo creería ser rico. — ¿Qué es ese arcano al que llaman amor, que me da a todas ‘horas tan crudo tormento que me quita el juicio? Yo no creo que nadie lo haya des­cubierto jamás.

¡Sólo cuando yo pudiera ver con mis ojos la causa del mal que tanto me aflige, sólo entonces creería en el amor!» Sólo en Walther von der Vogelweide (v. Poesías) el sentido temeroso de la numinosa potencia, a quien ninguna criatura resiste, se aplaca en la jocunda visión del prestigioso juego de la Minne, que, en sí fe­liz, vuelve la voluble rueda de la vida, que hoy es gozo y mañana dolor: «¡Amor!, ¡qué jocundos prodigios sabe realizar tu benigna virtud, y tu tiránico albedrío cuántas ale­grías destruye! Por ti hasta el rostro más triste se toma sereno, con ojos radiantes, cuando te place hacer más bello tu prodi­gioso juego; por ti el rostro más alegre se turba y confunde. Tu lanza sabe herir y sanar».

El alma germánica se rebela a la nueva costumbre y al nuevo «estilo», que exigen del poeta, constituido en el sueño del arte como modelo de humana perfec­ción, el irracional acatamiento a una fe sin esperanza. Canta Heinrich von Norungen: «Puesto que el amor se dice que es alegría de corazón y exultación, no sé qué nombre conviene al amoroso afán. En mi alma reina la alegría, y yo no deseo nada más que alegría. Al amoroso afán lo desterraría de buena gana. La alegría me da denuedo, gozo y entusiasmo; el bien que pueda ve­nirme de la pena de amor yo no lo sé. Para mí ha sido siempre fuente de tristeza».

Y    no pudiendo superar solo el dilema que lo tortura entre las dos opuestas concep­ciones del amor, se dirige a las mujeres gentiles, para que le enseñen ellas el canto nuevo, que no se parezca más, como el canto de los primitivos, al canto del ruise­ñor, el cual canta sólo mientras dura la danza de amor, sino que se parezca más bien al grito de la golondrina, que jamás cesa de cantar, ni por alegría ni por dolor. En el himno que él eleva a la «tres veces bella», como los fieles al «tres veces santo», y en la alabanza en que ensalza la bondad de la amada, el poeta celebra su catarsis: «Como la luna, de noche, sus lúcidos rayos difun­de por doquier, por montes y llanuras, y su plácida luz circunda todo el mundo, así está rodeada de bondad la bella.

Todos la llaman reina de las mujeres». Si en los mo­mentos de ira y desconsuelo la mujer le había parecido la elfina hechicera y cruel, que con su mirada fascina y mata, o como la guerrera devastadora que a fuego y hierro azotaba las tierras, ahora la ve venir a él, mientras está solo en su pequeña habitación, atravesando los muros del cas­tillo, para consolarle con dulces palabras, y arrebatarle con ella a lo alto, por encima de las almenas de la torre, guiándole con su blanca mano hacia el cielo, hacia el reino de Venus. Y al final del cielo, después de haber comparado su propio destino al del cisne que canta muriendo, y haber presa­giado el día en que la historia de su amor doloroso despertará en los hombres de ma­ñana un sentimiento de humana piedad, el poeta se dirige por última vez a su «dulce, homicida enemiga» protestando que su alma continuará sirviendo al alma de ella, hasta en la otra vida, cuando ella será toda pura e inmortal.

Aquí la esclavitud a la mujer es opuesta y sobrepuesta, con osadía cons­ciente y complacida, al servicio debido al Señor celestial, en el espíritu laico de Fe­derico II, que conformará el Tristán (v.) de Gottfried von Strassburg. A la catarsis estética, que es el gran tema en la poesía de Heinrich von Morungen, el clásico representante del Renacimiento turingio, que tuvo por centro la corte del landgrave Hermann I, sobre Wartburg, se opone, en el tercer gran lírico de la época nueva, el alsaciano Reinmar von Hagenau (1150/60-1219?), que vivió en Viena en la corte de los Babenberger, la obstinada, inflexible voluntad de vivir sufriendo todo el drama del «hohe Minne», saboreando voluptuosamente su propio dolor, en perenne contraste con sus sentidos rebeldes y con la corriente adversa de quien, sosteniendo una concep­ción más humana del amor, se burlaba de aquel caballero de la triste figura y de su quejumbroso canto: «Dos pensamientos me combaten en el corazón: si debo desear que se abaje el alto valor de mi dama, o debo preferir que se levante más todavía, de manera que la gentilísima sea inaccesible para mí y para todos los demás hombres.

Uno y otro pensamientos me torturan. De su culpa yo no podría gozar; pero no menos me aflige su desdén». «De esto y de nada más quiero ser maestro mientras viva; y sea ésta la alabanza que de mí quede también después de mi muerte, y el arte por el cual todo el mundo me conceda fama: que nadie jamás supo llevar más dignamente su dolor». «Aunque mi dama me hace tales y tantas ofensas que no pueda callarlas ni de día ni de noche, yo en cambio, tengo un ánimo tan manso, que su odio y su amor y su cólera se vuelven en mí deleite. Y con todo ¡cuánto padece por ello mi corazón!». Último refugio para el náufrago es la espe­ranza de un mentido abrazo. «Que al menos una vez me demuestre cómo me acogería si me quisiera: pues que otra cosa de ella no puedo obtener, al menos finja quererme bien, y permita que yazga yo una vez a su lado, y me acaricie un momento como si lo hiciese de todo corazón».

Pero la dama púdicamente se niega al triste fingimiento, y el poeta, que sabe tener la naturaleza de un «halcón fiero y salvaje, que impul­sado por su loco deseo se ha remontado demasiado alto», en una breve tregua de los sentidos se eleva finalmente, en la más ce­lebrada de sus canciones, del mundo de lo accidental al mundo de las ideas, donde hay paz y toda criatura resplandece todavía, como el día, con la luz espiritual llena de amor que Dios le infundió: «¡Sea gloria y alabanza a ti, mujer! ¡Puro y santo es el nombre tuyo! ¡ Qué inefable dulzura en proferirlo, para quien entienda plenamente su valor! Nada del mundo es más que tú digno de alabanza, con tal que vuelvas tu innata bondad hacia el puro bien. Nadie podrá jamás agotar tus alabanzas. ¡Feliz el hombre a quien ames con sincero afecto! La vida es para él perfecto gozo.

Tú das alegría y franco denuedo al mundo todo. ¿Y por qué no quieres darme también a mí una brizna de bien?» Pero poco después la batalla entre sus dos almas se vuelve a encender más fiera en él, y, ya al final de su peligroso viaje, el que había dicho estar más que todo amante sediento de alegría, se ve obligado a confesar que está «desnudo de alegría como desnuda está la mano. ¡Una extrema aventura es este mi servir!». El que, venido de la extrema parte occi­dental del Imperio, había traído a la Marca Oriental el anuncio de la nueva religión de los fieles de amor, debe ahora decir: «¡Ninguno que se consuma en penas de amor busque ya consejo en mí, pues yo tampoco puedo aliviar mi dolor!» Si Heinrich von Morungen osa celebrar paganamente, ante Dios y sus ángeles, su profano amor, porque toda alegría, como dirá después Nietzsche, anhela hacerse eterna.

Reinmar, como hombre medieval, busca sólo en la muerte la eterna paz: «¡Jamás hombre del mundo tuvo tal destino! Pero si un día acaba mi duro tormento y el crudo deseo queda extinguido, a mí no me dará ya, si es que puedo impedirlo, ni pena ni alegría». El gran conflicto entre al amor cortés y el amor de sentimiento, que encuentra per­fecta concordancia en la antítesis entre las dos opuestas concepciones del amor en la filosofía del siglo XII, el amor que es cons­ciente o inconscientemente aspiración al Sumo Bien y gradual purificación y elevación del alma, y el amor cuyo elemento constitutivo esencial es la dualidad y la reciprocidad de los afectos, se muestra su­perado y vencido en la obra cíalos dos máximos poetas de la época sueva, «Walther von der Vogelweide y Wolfram von Eschenbach (v.), en cuya personalidad moral y artística el «miles» se identifica con el «poeta». Hijo de la «feliz Austria», que, aun guardando fe en la tradición nacional ger­mánica, ha sabido conservar en todo tiempo un sano equilibrio espiritual, Walther com­bate desde sus años juveniles en dos frentes su buena batalla para la renovación de la poesía alemana: contra el rigorismo de los ascetas que condenaban los cantos de amor como fuente de corrupción y pecado, y al mismo tiempo contra su émulo Reinmar, que había sido su maestro, oponiendo al evangelio del «torturado mártir» de la «hohe Minne» una concepción más humana del amor.

El amor no es pecado, sino fuente de virtud y de perfección; es más, peca quien osa afirmar lo contrario. A unos y a otros, a los obtusos denigradores y a los ciegos adoradores de la nueva diosa, él opo­ne escolásticamente su «distingo», su «scheiden»: no a todas las mujeres de alto linaje corresponde la alabanza y el homenaje del poeta, sino a todas las que en todo acto de su vida’ se dejan guiar por el innato sentido de la «scham», del pudor, y conser­van el corazón puro de toda mancha. El cuerpo es el templo del espíritu y cuando éste se halla incontaminado, todos los velos pueden caer; por lo que el poeta puede representar a su dama, en una poesía juvenil cantada en la misma corte de Viena, cuyo poeta oficial era Reinmar, con inau­dito ardimiento saliendo desnuda «toda mo­jada y pura» del baño. Pero esto lo puede hacer porque en las estrofas precedentes nos ha descrito una por una las bellezas de aquel cuerpo como la obra más perfecta de Dios.

También la carne está santificada por el dedo del eterno artífice, que se com­place en su criatura y en ella se refleja, como funde su luz por todo el universo: «¡Con cuánto arte Dios ha formado sus frescas mejillas, cómo le ha pintado con los más preciosos colores el candor del lirio y el abrirse de la rosa! Si no fuera pecado, casi me atrevería a decir que quisiera con­templarlas eternamente; vista para mí más graciosa y querida que el cielo y la estrella de la Osa». Y cuando cumplido ya el ciclo evolutivo de su arte, ajustando, en los can­tos de amor campesino de la «niedere Min­ne», los medios expresivos a la realidad afectiva, Walther regresa una vez más a la poesía de amor cortés, vuelve a aparecer- sele la mujer, en aquella de sus canciones en que junto a la balada Bajo el tilo (v.) puede considerarse su obra maestra, a esta misma luz: como la «domina», la «frouwe», no ya de una corte condal o principesca, sino de todo lo creado, que en la gran fiesta del exultante mayo, mientras las flores aso­man la cabecita entre la hierba y los pajarillos cantan sus más bellas melodías, pasa humilde y alta, bella y púdica, entre las miradas extasiadas de una muchedumbre que ante ella se inclina, volviendo de cuan­do en cuando su fúlgida mirada, como el sol responde al saludo de las estrellas.

En la hora de gracia, en virtud de una catarsis no ya estética, sino cósmica y cristiana, la criatura feliz en sí es vista por el poeta, con trémulo y reverente afecto, como nueva Eva, sobre el fondo de la naturaleza trans­figurada en nuevo Edén: lejano anuncio del gran ensueño del Renacimiento. La compa­ración, gradualmente concebida y desarro­llada, entre la belleza de la mujer y la de la naturaleza, ahora, en la plena madurez del arte de Walther, que ahonda ya sus raí­ces en la realidad concreta del ser, no pue­de menos de culminar en la invitación diri­gida a todos los presentes, a salir del re­cinto de las paredes al campo abierto, para convencerse por sus propios ojos de que la mujer gentil es verdaderamente reina del mundo. Y el final gracioso («Señor Mayo, ya podéis cambiar si os place en Marzo, que yo no dejaré por ello a mi dama») es el sello inconfundible de una poesía que, apoyándose firmemente en el orden de los valores de Dios, constituido «ab aeterno», está segura de sí y plenamente conocedora de su nueva misión: la celebra­ción de la gloria del hombre, a quien Dios ha puesto, según, las palabras del salmista «a la cabeza de» las obras de sus manos, sometiéndolo todo a él»: humanismo cris­tiano.

Porque, mirándolo bien, el verdadero tema de la lírica, como de toda la poesía alemana de la época sueva, es precisamente éste: la dialéctica oposición de cortesía y de «humanitas». Como en el Parsifal (v.) de Wolfram von Eschenbach, el héroe peca porque delante del mudo y desesperado dolor de Anfortas hace callar la voz de la «pietas» y de la «charitas» para obedecer ciegamente la ley de la cortesía, por lo que sólo después de una larga expiación, vuelto vidente, es redimido y hecho rey del Santo Graal, así la poesía alemana, perdida en el vano espejismo de un amor deshu­mano — también aquí transhumanizar sig­nifica para el alma germánica deshumanizarse, por aquella falta de mesura, de la «máze», que el mismo Walther confiesa no poseer — se encuentra finalmente a sí mis­ma cuando, como en «El lamento de Reinmar por la muerte del duque Leopoldo V de Austria» y en el «Tagelieder», las «al­bas» de Walther y de Wolfram, la unión de los amantes o de los esposos es todavía sentida y cantada como el «mysterium magnum», no como un pagano «mezclarse» y confundirse, sino, en plena conformidad con la tradición cristiana, como un íntimo y perfecto «adherirse» de dos personas y de dos almas humanas que tienden hacia una misma meta. «Si tres soles resplande­ciesen en el cielo», dice Wolfram de sus amantes, «su luz no hubiera podido pe­netrar por entre sus cuerpos: tan estrecha­mente estaban unidos».

Es un himno a la santidad del connubio y a sus castas ale­grías, que ningún gozo terreno puede igua­lar; y la lamentación que Reinmar pone en boca de la esposa del duque muerto: «Dicen que ha vuelto la primavera y con ella la alegría y querrían que yo estuvie­se alegre y contenta a un tiempo. Pero decidme, ¿cómo? La muerte me ha arreba­tado al que ya no podré olvidar jamás. ¡De qué me sirve la alegre estación, si Leo­poldo, señor de toda alegría, yace en la des­nuda tierra, aquél a quien yo no vi jamás oprimido de tristeza ni un día solo! Tanto ha perdido en él el mundo, que muerte de hombre no le trajo nunca tanto luto… Sé con él misericordioso Señor Dios, que hués­ped más digno jamás entró en tu corte». La muerte ha penetrado en el jardín de la vida y lo ha devastado, pero por virtud del amor que ruega y que llora, el prín­cipe excomulgado que había muerto con sayo de penitente es aquí redimido y enno­blecido y elevado a ejemplar y espejo de toda humana perfección.

Así en las «albas» de Wolfram a la huida irreparable del tiem­po, al pavoroso irrumpir del día, que «agita sus garras por entre las nubes», se opone victoriosamente la recíproca fe, la «triuwe» de los amantes, los cuales, con el ansia de la separación, cuanto más apremia la hora, apasionadamente se estrechan uno con otro, renovando abrazo y besos. Y así como en los últimos cantos de los poetas cruzados, Friedrich von Hausen, Hartmann von Aue, Reinmar von Hagenau, Heinrich von Rugge, el alma de la época sueva se manifiesta toda en la lucha entre carne y espíritu, entre el amor terreno y la aspiración al amor divino, lucha que «sólo Dios», como dice Hausen, «puede aplacar», así en la so­lemne renuncia de Hartmann al Minnesang para darse entero a aquel amor que responde siempre con paternal y divina piedad a la llamada del amor, y en el canto nuevo de Wolfram, el cual, repudiando el «Tagelied», opone a los engañosos abrazos de los amantes el seguro y verecundo amor de los esposos, que no teme al día, se anuncia ya felizmente la nueva época, que será la de la Mística y del «Volkslied», la edad en que habría un solo señor, el Hombre-Dios, y una sola «frouwe», el alma humana.

C. Grünanger