El Neoclasicismo, como toda corriente del gusto, tiene orígenes mucho más complejos de lo que podría parecer al considerar los cuatro o cinco nombres que se citan a propósito de él. Se habla de Johann Joachim Winckelmann (1717- 1768) y de Antón Raphael Mengs (1728- 1779), de Joseph Marie Vien (1716-1809) y de Jacques-Louis David (1748-1825), y con igual razón se podría remontar a Poussin y a los críticos franceses cuya substancia dio Pope en el Ensayo sobre la Crítica (v.), y tal vez a los Discursos del poema heroico (v.) de Tasso, al Paraíso reconquistado (v.) de Milton y a Tríssino y Palladio y a los manieristas. Cierta exacerbada elegancia, de sabor helenístico, cierta preocupación por la belleza ideal platónica, exasperada hasta cristalizar en una especie de encanto estatuario; el estado de ánimo con que eran consideradas y ejemplarizadas estatuas antiguas como el Laocoonte, el Apolo, los colosos de Montecavallo, etc., por parte de los manieristas, con espíritu harto diverso de la religiosa pasión del Renacimiento, y muy afín a una moda arqueológica, son aspectos que permitirían calificar de Neoclasicismo al “manierismo“ del xvi italiano, sobre todo en pintores como Bronzino y Primaticcio.
En algunos artistas y grupos esporádicos aquella moda provocó el retorno a un clasicismo más rígido, puesto que, una vez abandonado el estudio directo de la naturaleza por una interpretación a través de esquemas dictados por un juicio culto, ecléctico, podía prevalecer uno de los elementos de este juicio, la imitación del tipo ideal creado por los antiguos, y hacerse ésta más rigurosa y exclusiva. Este clasicismo más estricto, en cierta medida arqueológico, halló favor en los artistas nórdicos, quienes, no poseyendo por naturaleza los cánones de armonía y de orden que los mediterráneos llevan como en su sangre, han sido en toda época agudamente conscientes y deliberados en sus tentativas de clasicismo. Si las unidades aristotélicas fueron creación de los críticos italianos, fueron, en cambio, los trágicos franceses los que se adhirieron estrictamente a ellas. Los más sumisos discípulos de Palladio fueron ingleses; en efecto, el palladianismo inglés fue como un puente de paso entre el extremo clasicismo del xvi y el neoclasicismo de la reacción antibarroca en la Europa del XVIII.
Igualmente, los preceptos que Tasso solía dejar a un lado cuando le visitaba la inspiración (de tal manera que mientras predicaba un estrecho clasicismo, en realidad venía luego a transformarlo con las tiernas modulaciones de su Musa) fueron seguidos por Milton metódicamente. En Tasso se puede sostener, cuando más, que la extensión de los períodos y el ritmo de los endecasílabos, en su tardío poema sobre las Siete jornadas del mundo creado (v.), le confieren aquí y allá una cadencia neoclásica que parece anticiparse a Foscolo; pero ¡cuánto más cercano a la concepción que Tasso tenía de la “magnificencia” y de la “música” se halla el verso épico de Milton! Aquellos mismos principios que Milton pudo hallar en Tasso, Poussin tuvo manera de asimilárselos en contacto con el ambiente erudito romano, sobre todo de aquel apasionado coleccionista de antigüedades que se llamó Cassiano del Pozzo. Tanto el pintor francés como el poeta inglés llevaron a su extremo desenvolvimiento la lección neoclásica aprendida en Italia, después de un primer período de más libre eclecticismo.
En su imitación de la epopeya clásica los poetas italianos habían sabido ser eclécticos; su norma era una mescolanza de Homero y Virgilio; sólo un pedante como Trissino se atribuyó el cometido de ser homérico desde el comienzo al fin de su poema. Pero un extranjero podía ser homérico sin compromisos, sin dejar de ser poeta; un extranjero podía adherirse estrictamente a la idea aristotélica de la tragedia, y evitar la vulgar aridez de Giraldi Cinthio y de los demás literatos italianos que sólo tenían teoría pero ni un adarme de intuición poética; a un extranjero, en fin, cabía hallar en la arqueología su fuente principal de inspiración, y ser al mismo tiempo un gran pintor. Milton, Corneille, Poussin son, por decirlo así, los fundadores de aquel clasicismo que, nacido en suelo italiano, sólo halló un clima propicio al otro lado de los Alpes, y esto sucedió porque, siendo la norma clásica cosa adquirida, “descubierta” y, por lo tanto, inicialmente remota, para aquellos artistas, les era factible rodearla de una magia y de un prestigio que no tenía para los italianos, a los cuales, como se ha dicho, había sido siempre familiar.
Y precisamente por este su carácter “exótico” el Neoclasicismo pudo florecer al mismo tiempo que el gusto romántico, al cual pretendía ser contrario, mientras que, si bien se mira, no era más que un aspecto de él. En realidad, dado que se esfuerza en resucitar modos y concepciones pertenecientes al pasado, y tiende nostálgicamente hacia un fantástico mundo pagano y a su vez lo mitifica como ideal inmutable, eterno, el Neoclasicismo revela una actitud propia de la sensibilidad romántica. Nada parecería, en principio, más antitético del Romanticismo que el teatro de Corneille y con todo, el mundo romano, como él lo veía a través de Plutarco (es decir, como modelo moral y ejemplo), resulta afín al mundo apasionado y heroico, casi romántico, del pintor David, merced a que ambos se proyectan en un clima ideal mitificado; la clasicidad se ha vuelto materia de ensueño; no es hábito natural y espontáneo. Y éste es el criterio que servirá para distinguir una obra clásica de otra clasicista o neoclásica.
Con todo, ha existido un momento en la historia en que ese ideal de Corneille pareció encarnarse en lo actual, y su espíritu revivir en los hombres pensantes y activos; y fue el momento de la Revolución Francesa, dominado, si jamás lo estuvo una época, por la concepción “moralizada” del mundo antiguo al modo de Plutarco: aquel mismo Plutarco que no había dejado nunca de inspirar a los franceses hacía ya siglos, y al que el Renacimiento representara como preceptor de príncipes y el siglo XVIII debelador de tiranos; y que, fuera cual fuere la manera de considerarlo, había sido una fuente de deleite y un modelo de conducta para varias generaciones. Gracias a él Montaigne había atemperado su estoicismo aprendido en la escuela de Séneca; Racine leía las famosas Vidas (v.) a Luis XIV enfermo; Enrique IV, el cardenal de Retz, Madame de Sevigné se habían nutrido de él. En él Montesquieu y Rousseau aprendieron sentimientos de libertad y república; y Mme. de Roland se entusiasmó en sus virtudes cívicas.
Veían la antigüedad con los ojos de Plutarco, como historiador biógrafo y poeta del carácter humano; la historia adquiere con él el aspecto de una galería de retratos que presentan a los héroes como hombres, y en cierto modo los democratizan. El Plutarco del XVIII no era el historiador de los triunfos de César, de Alejandro, de Paulo Emilio, el autor que había sugerido a Lorenzo el Magnífico una entrada triunfal y a Mantegna sus célebres cartones, sino más bien el retratista que había inmortalizado las figuras de Bruto, de Catón, de Demóstenes, de Foción; el retratista de hombres libres y ejemplares y, con todo, tan cercanos a nosotros, que se podían emular sus virtudes. Ya el primer traductor de Plutarco en francés, Jacques Amyot (1513-1593) había escrito: “De manera pues, que como él mismo escribe en la vida de Paulo Emilio, podemos decir que la colección de sus Vidas es un nítido espejo con ayuda del cual un honesto lector podrá formar su propia vida según el molde de las virtudes de aquellos grandes personajes.
Porque esta manera de considerar y aquilatar sus acciones, hasta las menores de ellas, es como frecuentarlos familiarmente? Y según el espíritu de Plutarco los hombres de la Revolución interpretaron la historia, el arte, el carácter de los antiguos. El orden dórico irradiaba espíritu revolucionario a los ojos de los arquitectos neoclasicistas del siglo XVIII , Claude Nicolás Ledoux y Friedrich Gilly, parecían sentir las formas geométricas como animadas de una voluntad poderosa, como penetradas de carácter humano. En Plutarco, en el “dorismo”, hallaban una lección de virilidad, de firmeza de carácter, de espíritu heroico. Cuando David pintaba su Marat asesinado, ¿qué hacía sino traducir en pintura el espíritu de Plutarco? Aquel personaje que los historiadores nos describen como un monstruo — y que tal vez fue representado mucho más cerca de la verdad en una repulsiva figura de cera que un tiempo constituyó una de las curiosidades del famoso museo de Madame Tussaud en Londres — nos es presentado en el retrato de David con el rostro humano y doloroso del amigo del pueblo sacrificado en el cumplimiento de su deber.
Y a Plutarco, a la actualidad de Plutarco, se debe que el punto culminante del arte neoclásico sea alcanzado en el retrato; en el retrato la inspiración erudita y la vida contemporánea hallaron el punto de coincidencia más fecundo en obras maestras. En este campo la clasicidad no era ya materia de ensueño, sino que conformaba tina materia viva. De ahí que en el arte del retrato el Neoclasicismo alcance las más altas cumbres. Pero volvamos a los aspectos más generales del movimiento.
En los artistas neoclásicos hay siempre una aspiración a la armonía musical, y más todavía estatuaria. Es platónica armonía de contornos en Poussin, de solemnes frases hábilmente compuestas en la sintaxis latinizante de Milton; ambos al trabajar la pintura o la palabra, piensan en el mármol y en la euritmia de las estatuas. Su ideal se convierte en desnudez de líneas puras y austeras. Poussin apaga los colores, se atiene a una gran sobriedad, casi a una penuria de ornamentos, para no conservar sino la línea musical de los gestos y de los grupos; sus cuadros de madurez nos asombran por su elevada elocuencia; una elocuencia que David habría de heredar. Milton, por medio de la fase homérica del Paraíso Perdido (v.) alcanza la severa sobriedad de oratoria del Paraíso recuperado.
En los poetas que más propiamente se definen neoclásicos (entre finales del XVIII y las primeras décadas del xix) se acentúa en mayor o menor mesura la mitificación nostálgica de un mundo abolido. El delicado humanista que fue André Chenier (1762-1794) intentó unir a los suaves acentos de Racine la poética sencillez de Teócrito; fue un alejandrino enriquecido por la experiencia de un siglo voluptuoso y refinado como el XVIII; su lema fue: “Sobre pensamientos nuevos hagamos versos antiguos”; sus poesías más célebres [“La Jeune Tarentine, La Jeune Captire”] infunden, sin embargo, en las formas clásicas una sensibilidad romántica embriagada de voluptuosa melancolía. Pero en Chénier, hijo de madre griega, nacido en Constantinopla, y más todavía en Ugo Fóscolo, también hijo de madre griega, nacido en Zante, la aspiración a la serenidad griega, adquiere el sentido de un proceso íntimo y personalísimo de csmosis.
No es, como en otros poetas neoclásicos o pseudoclásicos de la época, un Friedrich Hölderlin (1770, muerto corporalmente en 1843, pero ya muerto para la literatura en 1806, cuando perdió la razón), un John Keats (1795-1821), el anhelo hacia un mundo ajeno y remoto, y desesperadamente elusivo. En Hölderlin los paisajes de Grecia resplandecen como espejismos alucinados. Sí, “todas viven aún, las islas madres de héroes”; al poeta le parece verlas, y anda a tientas al encuentro de sus propios fantasmas; porque la tierra ha sido abandonada por los dioses. Esta privación de lo divino es también lo que se siente en una estrofa de la Oda a un Ruiseñor de Keats, donde la serena alegría de la alada “Dríada de los árboles”, como el poeta da al ruiseñor un epíteto que resume toda la felicidad de un mundo pagano abolido, en contraste con el desmayo, la fiebre y la languidez de aquí abajo “donde los hombres se oyen gemir unos a otros”. “En esta oscuridad escucho”, dice Keats; es el adorador en la oscuridad, que anhela una belleza y una duración que no son de este mundo.
Igualmente llena de angustioso anhelo es la aspiración clásica de Hölderlin. “Tarde, amigo, llegamos. Ciertamente los dioses viven. Pero allá, sobre nuestras cabezas, en otro mundo!’ También Hölderlin es un poeta que habla desde un abismo de privación: sacerdote de Dionisos que vaga de país en país en la incolmable laguna entre un pasado olímpico para siempre en el ocaso, y un futuro utópico perdidamente idolizado. Su poesía de invocación y exclamaciones se alza sobre solemnes pilastras y columnas, pero son columnas de sombra. Piénsese también en la Oda a una urna griega de Keats, donde el poeta siente la Belleza inmortal, impasible, que asiste al trabajoso desvanecerse de las vicisitudes humanas; generaciones y generaciones de hombres se embriagan por un instante con el armonioso diseño de la Urna eterna, y saludan al morir a la perenne Emperatriz: “Nos arrebatas, forma muda, de nuestro pensamiento como la eternidad. ¡Helada pastoral!”, exclama el poeta en su desesperado idealismo. Ahora bien, precisamente en gracia “del nativo aer sacro” (del sagrado aire nativo), Fóscolo —como, por lo demás, en menor medida Chénier— hallaba en sí mismo aquel clima apolíneo que un Hölderlin, un Keats, se esforzaban en traer de nuevo a la Tierra.
Dolor y consuelo, trabajosa vida y olímpica serenidad eran en ellos cosas contiguas; por eso, de las retorcidas raíces del Jacopo Ortis por modo natural brotaba la flor de las Gracias. No hay en él violento contraste de dos mundos —su terreno no es el olímpico — como en aquellos poetas del Norte, sino un lento dilatarse, sublimarse y afinarse de impulsos. Fóscolo no proclamará como Keats que las más dulces melodías son las que no se han oído; pues la melodía suprasensible, la voluptuosidad arrebatada fuera de los sentidos, su oído y su ser las pueden percibir. El helenismo de Fóscolo es, en una palabra, inmanente. Las humanas pasiones, atemperadas, suavizadas, se disponen en gestos y símbolos rituales; y en ese rito cada figura está en sí satisfecha y conclusa, como en una danza en que cada uno de los figurantes debe ofrecer una actitud memorable.
En semejante, exquisito amaneramiento de clásicos, de alegorías y símbolos, Fóscolo, que nació en el mar de Grecia, no reanudaba, sino que continuaba la tradición helenística: como Calimaco, como Catulo, imaginaba a la griega con modos toscanos correspondientes, no sólo los versos — como quería Chénier —, sino que también los pensamientos nuevos se disponían al modo griego.
De cuanto hemos venido diciendo acerca de los poetas neoclásicos se hará evidente cómo el contraste entre clasicistas y románticos, que fue tema de moda al principio del siglo XIX, sólo se refería a ciertas circunstancias exteriores de la inspiración; en realidad la sensibilidad de los poetas de uno y otro campo estaba entretejida de romanticismo. Con todo, no se dieron cuenta de esto los que entonces teorizaban acerca de la literatura, pues creyeron cabía hacer netas distribuciones, oponer dos mundos completamente diversos. Así Madame de Staël en su famosa obra De Alemania (v.) (1810), así Monti en su Sermón sobre la mitología (v.) (1825), que invocaba contra los terribles y extraños fantasmas de los románticos el retorno de las consoladoras fábulas mitológicas, como si éstas por sí mismas bastasen para traer olímpica serenidad.
Aquel alejandrinismo que en Foscolo era sentido como viva actualidad, en Monti no era más que decoración académica; nada en él del angustioso anhelo nórdico por el mundo pagano; y si las batallas de Aquiles y de Eneas (v.), eran cosas familiares para él, mientras todas las demás de sus tiempos le producían enojo y melancolía, no debe verse en esta actitud suya una romántica nostalgia, sino sólo la irritación de quien no quiere ser desacomodado de un hábito tradicional; él, como tantos neoclásicos menores, no hacía sino vivir de las migajas del banquete de Homero, o, mejor dicho, de Calimaco. De aquí el efecto de fría inactualidad que causan la mayoría de aquellos versos: su mitología nos parece espléndida, lejana y muerta. Monti era, por lo demás, como tantos artistas de su época, un ecléctico, que podía imitar plausiblemente los diversos estilos; y como los arquitectos de entonces ofrecían, junto a los proyectos de edificios clásicos, proyectos de edificios góticos, así él (por ejemplo, en la Ode per l’onomastico délia sua Donna (Oda para el santo de su Dama]) mezclaba lo homérico con lo dantesco (“stil novo”), indicando aquel retorno, a través de la antigüedad clásica, a lo primitivo y arcaico, que caracterizó en Francia a los seguidores de David llamados “barbudos” y también ciertas composiciones de Ingres.
Y Neoclasicismo y Romanticismo subsistieron juntos en muchas figuras de poetas durante todo el siglo XIX. ¿Podía haber algo más romántico que la exaltación de Théophile Gautier (1811-1872) por el Oriente fastuoso y lúbrico, por la España multicolor y violenta, por las mujeres esplendorosas y fatales del pasado, por las orgías grandiosas y los crímenes magníficos? Y, sin embargo, aquel precursor del esteticismo exótico que de tal modo se apoderará de los “decadentes” es, al mismo tiempo, el poeta que, en sus Esmaltes y Camafeos (v.), se esforzó más por conferir a sus versos la perfección de los mármoles, la nítida precisión de las joyas alejandrinas. Y romántico es ciertamente el Neoclasicismo de un Maurice de Guérin (1810-1839), cuyo poemita en prosa el Centauro (v.) respira delicada clasicidad y un soñador sentimiento panteísta de la naturaleza.
Si en los neoclásicos del Primer Imperio la sensibilidad romántica podía disimularse bajo un Alejandrinismo decorativo, éste se muestra evidente en los neoclásicos que florecieron entrado el siglo XIX. En el Primer Imperio, al fin y al cabo, la mitología se mezclaba con la vida, el mundo antiguo revivía con la nada, en el vestir, en el mobiliario, en la política. Napoleón era uno de los Césares, Alejandro redivivo. Podrá llamarse a esto una mascarada heroica; pero al actuarla en la vida práctica la fantasía encontraba plena fruición, apaciguamiento que podía sosegar toda nostalgia, de modo que el Clasicismo del Primer Imperio era más amaneramiento que exotismo.
Otra cosa fue el Helenismo, o mejor dicho, el sueño helénico que dominó a Europa hacia la mitad del siglo XIX, cuando ninguna mascarada de estilo antiguo era posible en aquel mundo que el advenimiento de la civilización industrial había vuelto gris y prosaico; las almas de los poetas y los artistas buscaron refugio y olvido contra ese mundo en otro ideal de ensueño. Ahora bien, ese ensueño helénico que podríamos llamar del Segundo Imperio, en lugar de enlazarse con la perenne tradición alejandrina, se conectaba con la tradición de los grandes románticos alemanes, Goethe, Schiller, para los cuales el Mediterráneo era un sueño, el Sur un espejismo, la mitología un exotismo: sueño, espejismo, exotismo sazonados por la “Sehnsucht”, por la nostalgia; aquel Neoclasicismo del cual Hölderlin, como se ha visto, era el más típico exponente, y del cual los Dioses de Grecia (v.) de Schiller eran el manifiesto más divulgado, con sus muchos suspiros y ayes de ansiedad.
Y se obtuvo la Grecia, mejor dicho, la Hélada romántica de los Parnasianos, visión que antes de disolverse en las pinturas oleográficas de un Leighton y de un Alma Tadema, será fijada con inmutables caracteres de azul y solar serenidad, promontorios coronados de blancas acrópolis, y otras convenciones del género, en las prosas y en los versos de Gautier, de Louis Ménard, de Leconte de Lisie. De este Neoclasicismo Segundo Imperio también experimentó el influjo Giosué Carducci, sobre todo en las Primaveras helénicas (v.); y entonces se convirtió en un verdadero romántico, cuando aprendía la lección de los cincelado res “clásicos”, los pulcros Gautier y August von Platen (1796-1835); al cincelar sus metros “bárbaros” podía imaginarse estar imitando a su antiguo numen Horacio; pero la imagen se separaba de la realidad, y mientras la sirena parnasiana susurraba: “L’ora presente é in vano, non fa che percuotere e fugge; Sol nel passato é il bello, sol ne la mor- te é in vero” [“La hora presente es en vano, no hace más que tocar y huye. Sólo en el pasado está lo bello; sólo en la muerte está la verdad”]: acentos románticos característicos del Neoclasicismo nórdico de Keats, de Hölderlin, de Platen.
Mario Praz
El Neoclasicismo no fue apadrinado por hombres cuyas palabras y enunciados pueda decirse que formasen parte de una renovación espiritual parangonable ni de lejos con el Renacimiento, en el cual el amor a lo antiguo fue parte de un todo, uno de los elementos por los cuales aquella humanidad en gestación se convertía de medieval en moderna: circunstancia necesaria y, con todo, mera particularidad en un proceso de renovación integral de la cultura y de las conciencias. El Neoclasicismo, fruto en gran parte de la erudición y del entusiasmo nórdico por el mundo antiguo, y sobre todo, por Grecia, fue un movimiento que al fin y al cabo se había de extinguir en aquella erudición y aquel entusiasmo intelectual; fue un fenómeno pasajero del gusto, y no un hecho profundamente religioso y moral (aun dejando a salvo la obra de aquellos artistas que por virtud de su talento contradijeron sus más definidos postulados); fue ciencia arqueológica y aplicación pedantesca de fórmulas, de abstractos principios y cánones de belleza; fue, en fin, si queremos usar una palabra fuertemente limitadora, nada más que una moda. Los Winckelmann, los Mengs, los Milizia que tuvieron en Roma ante sus ojos los trabajos de restauración iniciados por Benedicto XIV en el Coliseo, y se quedaron maravillados ante la resurrección del arte antiguo por las excavaciones de Herculano y Pompeya, son hoy admirados por el empeño que pusieron en la tentativa de una imposible restauración clásica en un mundo que corría derecho hacia el Romanticismo; pero, en substancia, quedan como personalidades limitadas, incapaces como fueron para comprender la importancia de un Tiépolo y de un Piazzetta, desplazados, sobre todo en Italia, lugar de clasicidad natural, es decir de experiencias clásicas, motivadas de muy diferente manera. Un mundo del cual habían de salir el Dos de Mayo y los Caprichos de Goya, era exhortado a medir con el metro a Fidias y Praxíteles, a redescubrir racionalmente en una métrica antigua, los cánones de la moderna belleza. A lo fantástico apasionado del barroco, a aquel colorismo y luminismo que se inflaron en el rococó, a aquella gratuita diversión de la imaginación en lo ilusorio sentimental y espacial, quisieron oponer, en cierto momento con un nuevo rigor de plasticidad y sentimiento, los valores concretos de la historia (y aquí reside el lado positivo de aquel propósito), de la historia de los griegos y de los romanos (y este fue su lado negativo). De manera que, si por una parte, en el Neoclasicismo se puede distinguir un primer aspecto del despertar romántico, gracias al ensayo que se hacía de presentar la realidad histórica como cosa cognoscible y reconstruible, aunque inactual y remota, por otra parte vemos una actitud en todo momento esteticista al considerarse aquella realidad como hecho “artístico” y valedero por sí mismo, con una forma abstracta suya. Ocurría precisamente lo contrario de todo lo que ocurrió en el Renacimiento, que disfrazó lo antiguo de moderno — en términos exactos, lo evocó en la actualidad del sentimiento —; es decir, que se pretendía disfrazar lo moderno de antiguo, “anticuando”, por decirlo así, el sentimiento. Se pedía al escultor que reevocase la belleza de Apolo, pero nadie se preguntaba de dónde provenía aquella belleza, sobre qué pedestal se levantó un tiempo tan esplendorosa y viva. El hecho de que Apolo, antes de ser “el bello ideal” del arte hubiera sido propiamente un dios, que había vivido en la conciencia de los antiguos, no fue problema profundizado por aquellos doctrinarios y estetas. El Neoclasicismo fue, pues, como una mascarada seria, y no es raro que resultara siempre un poco profesoral, ni que se afirmase principalmente como ornamentación a veces de cierto aspecto fúnebre.
Pero también es significativo que Antonio Canova (1757-1822), máximo representante de un gusto que, en sus manos, se convirtió en estilo, interpretase el arte de Fidias, como él llegó a escribir, a la manera de un escultor capaz de representar la carne, la “verdadera carne”. Es la interpretación sensual y pictórica de la plástica antigua, natural en un artista salido del gusto veneciano del siglo XVIII, lo que impide a Canova esterilizarse, como le sucederá al danés Bertel Thorwaldsen (1770-1844), su protegido en Roma y su rival, que se esterilizó en investigaciones volumétricas, y le impide también abandonarse por entero a aquel énfasis y elocuencia de lo sobrenatural, adonde iba necesariamente a desembocar la rebusca de lo “sublime” de Winckelmann. Del mismo modo que el perdurar y renovarse de la gracia del xviii salva a Canova, en medio de tanta retórica de fórmulas, de una nueva severidad moral, hace vivas artísticamente obras como la Coronación de Jacques-Louis David (1748-1825), y sus estupendos retratos. La retórica aduladora que origina la estatua de Paolina Borghese se anula de este modo en una gentil sonrisa de la materia, en torneadas y coloreadas superficies, en una incomparable euritmia de líneas, en una exquisitez de claroscuro y de proporciones físicas. David, siempre que cumplió su consigna (ya muy romántica) de que en arte es menester hacer antes “lo verdadero” que lo “noble”, se mostró grande y moderno.
Euritmia y simetría, predicaba Francesco Milizia (1725-1798), cánones clásicos que él encontraba en Palladio. Al llegar aquí es menester aclarar bien los límites de la experiencia que suele denominarse Neoclasicismo. En todo tiempo vive en Italia una tradición clásica; precursores de gusto clásico son para los pintores franceses del ochocientos un Nicolás Poussin (1594-1665), un Claude Gelée (Claudio de Lorena, 1600-1682), etcétera. Pero lo neoclásico es precisamente lo que enlaza con el formalismo, con el plasticismo de la antigua estatuaria (en cambio un Ingres, que miraba hacia Rafael, no es ya precisamente un neoclásico). En cuanto a la arquitectura, se trata propiamente de una repetición de temas y medidas, y valores ornamentales de la antigüedad, una imitación de caracteres exteriores, y no ya una interpretación del íntimo significado de los monumentos clásicos; es decir, no una actitud cultural y moral que se haya de resolver en lo que se llama “lo decorativo”. De manera que si un Luigi Vanvitelli (1700-1773) y un G. B. Piranesi (1720-1778) prepararon la caída de las formas barrocas, no por ello, aun siendo tan imaginativos podrán llamarse neoclásicos, como lo fue en cambio Giuseppe Piermarini (1734-1808), que vivió en Milán, ciudad que, como otra ninguna de la península, había de vivir aquella experiencia. Como ejemplo típico de un gusto que renuncia hasta al contenido, quedará siempre el Arco de la Paz de Luigi Cagnola (1762-1833); mientras que Piermarini aplica su delicado decorativismo a temas que se desarrollan libremente. Pero la consecuencia natural de un gusto tan deshumanizado estaba clara en aquellas resoluciones que hoy se llaman urbanísticas, esto es, propiamente escenográficas y decorativas. Véase en Roma la obra máxima de Giuseppe Valadier (1762-1839), la Piazza del Popolo.
Debemos añadir que en Italia, por sus condiciones económicas y políticas, la experiencia neoclásica se contuvo, en cuanto a arquitectura, dentro de límites bastante restringidos. En cambio se difundió con el Imperio en Francia por obra de Jacques-Ange Gabriel (1698-1782), Jacques Germain Soufflot (1709-1780-81), Pierre-François Léonard Fontaine (1762- 1853), Charles Percier (1764-1838), los cuales, junto con los escultores Jean-Pierre Cortot (1787-1843), Jean-Baptiste Giraud (1752-1830), Clodion (Claude Michel, 1738- 1814), Jean-Antoine Hondon (1741-1828), Pierre Petitot (1751-1840), Philippe Laurent Roland (1746-1816) y Antoine-Denis Chaudet (1763-1810), deben ser considerados como los creadores del llamado “estilo imperio”; en Inglaterra con Sir John Soane (1753-1837), William Wilkins (1778- 1839), John Nash (1752-1835), James Wyatt (1746-48-1813); en Alemania con Karl Friedrich Schinkel (1781-1841), Friedrick von Schmidt (1825-1891), Johan Christoph Knolfel (1686-1752); en Rusia, con. el italiano Giacomo Quarenghi (1744-1817); y otro tanto se podría decir de aquellos países donde había menos sujeción a los recuerdos clásicos.
Elegante, sensual, académico y decorativo, el neoclásico descendió fácilmente a las llamadas artes menores, de los vestidos a los muebles, y fue una moda refinada y fría.
Virgilio Guzzi
Con referencia a España, el Neoclasicismo habría de ser buscado sobre todo en un sentido amplio, dentro del Renacimiento, y en la ambientación barroca de los mitos clásicos (Fábula de Polifemo y Calatea, v., de Góngora). Pero si hemos de entender el Neoclasicismo en su sentido histórico más estricto, en que arranca de la preceptiva francesa y de los descubrimientos de Winckelmann, entonces su papel en la historia cultural española resulta muy reducido: la Poética (v.) de Luzán fue, en el siglo XVIII, la proclamación del gusto dramático francés, pero casi sin consecuencias prácticas: la única tragedia más o menos adaptada a aquella preceptiva que tuvo éxito fue la Raquel (v.) de Vicente García de la Huerta, que, sin embargo, no era neoclásica más que en la forma, porque su tema estaba sacado de la historia medieval española. En la poesía lírica, el Neoclasicismo apenas va más allá del género bucólico y anacreóntico — Meléndez Valdés— y de la fábula —Iriarte, Samaniego —, pues los elementos neoclásicos que pueda haber en Leandro Fernández de Moratín están plenamente teñidos de pre-romanticismo. Ni siquiera logró en España el gusto neoclásico afrancesado borrar el prestigio del teatro del Siglo de Oro. No llegó a España, por otra parte, la síntesis germánica de Neoclasicismo y Romanticismo: el Romanticismo español no contiene una referencia a un clasicismo helénico más o menos mítico, sino que es exclusivamente medievalizante.
En las artes plásticas, ausente toda equivalencia de un Poussin, como no fuera en un terreno académico, hemos de buscar el Neoclasicismo, principalmente, en la arquitectura: sobre todo en la libérrima adaptación de Villanueva.
José M.ª Valverde