Por divergentes que sean los juicios acerca del tema, nadie niega que en el último lustro del siglo XIX, y a favor de causas muy diversas entre sí, prodújose en España — o, cuando menos, en no pocos españoles espiritualmente señeros — una considerable mudanza histórica, la cual afectó, sobre todo, a la estética literaria y a la estimación de la vida española. A esa innegable mudanza y al grupo de sus más señalados protagonistas se refiere el epígrafe “generación de 1898” o “del 98”, sucesivamente acuñado por Gabriel Maura y por “Azorín”, en 1913, y desde entonces tópico en nuestras letras. Pese a la oposición de Maeztu y Baroja — éste prefiere hablar de una “generación de 1870” — el nombre se ha impuesto, parece que definitivamente. Pero su uso y su recta intelección plantean problemas que conviene tratar por separado.
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I. Existencia y límites de la “generación del 98”
¿Existe, en el rigor de los términos, una “generación del 98“? La respuesta depende, ante todo, de lo que se entienda por “generación histórica” o “generación literaria”. Varias son las ideas a este respecto; descuellan las de Dilthey, Pinder, Petersen y Ortega y Gasset. A la presunta “generación del 98” han sido aplicadas las de Ortega y, más temáticamente, las de Petersen. En forma sumaria, he aquí un elenco de las diversas actitudes:- 1.º La “generación del 98”, suceso de toda la vida histórica de España. Si la “generación” es la unidad originaria y fundamental de la mudanza histórica del hombre, como afirma Ortega, su expresión debe afectar, más o menos, a todos los hombres que existan en “la misma historia”. Aquellos en quienes la novedad se manifiesta más aguda y creadoramente, constituyen la “minoría” de la generación, centrada siempre o casi siempre en torno a una figura epónima; los restantes forman la “masa” generacional. En este sentido, lo que suele llamarse “generación del 98” sería el grupo señero, minoritario, de una generación española, y aún europea. Ortega ha formulado la hipótesis de una “generación de 1857”, a la cual pertenecerían Ganivet y Unamuno. Los hombres más representativos “del 98“ (Baroja, “Azorín”, Maeztu, Valle-Inclán, los Machado, etc.) constituirían la pléyade selecta de una “generación” subsiguiente, la de 1872.
- 2.º La “generación del 98”, suceso español y estético. Piensan otros que la “generación del 98” se halla formada sólo por unos cuantos españoles egregios, rebeldes contra la estética y la visión de España vigentes entre 1890 y 1895, y afirmadores de una postura espiritual menos declamatoria, más sincera, más atenida a la realidad y más genuinamente poética. En tal caso, un pequeño grupo de pintores (Regoyos, Zuloaga, Rusiñol), un filólogo de primer orden (Menéndez Pidal) y un músico genial (Falla) serían parte de la mencionada generación, junto a los escritores habitualmente incluidos en ella.
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3.º La del 98”, estricta “generación literaria”. Ateniéndose de un modo fiel a las ideas de Petersen, Pedro Salinas ha definido el grupo de escritores “del 98” como una “generación literaria” en sentido estricto. En ella se cumplirían siete de las ocho condiciones señaladas por Petersen: coincidencia cronológica del nacimiento, homogeneidad de la educación, mutua relación personal, vivencia de un acontecimiento histórico decisivo (en este caso, el desastre de 1898), existencia de un caudillo ideológico, lenguaje literario común y anquilosamiento de la generación anterior.
4.º La “generación del 98”, modo de ver a España. Algunos, en fin, movidos por la gran diversidad estilística y estimativa de los escritores reunidos bajo ese epígrafe, niegan el carácter de “generación literaria” a la “del 98” y restringen la comunidad generacional del grupo a su modo de concebir el problema histórico de España.
Creo, por mi parte, que una “generación histórica” es siempre un grupo humano de contorno mal definido. Tal indefinición es, por lo menos, séxtuple: geográfica, social, cronológica, temática, estilística y de la convivencia. Una “generación” no es sino un conjunto de hombres más o menos coetáneos, más O menos relacionados entre sí y más o menos parecidos en cuanto a los temas y al estilo de su operación histórica. Así entendido, el grupo humano que solemos llamar “generación del 98” tiene en su núcleo una gavilla de escritores, muy semejantes entre sí por su edad y por su visión del “problema” de España, y menos por su estética y sus temas literarios. Son Unamuno, Ganivet, Baroja, “Azorín”, Maeztu, Valle-Inclán y los Machado; en un plano inferior, Gabriel Alomar, Manuel Bueno, Bargiela y “Silverio Lanza”. Más o menos próximos a ese grupo central —por sus temas o por su estilo —, hállanse Benavente, Zuloaga, Rusiñol, Regoyos, Falla, Menéndez Pidal, Juan Ramón Jiménez, Gabriel Miró. Las precisiones ulteriores se refieren exclusivamente. al núcleo central de la “generación”; el más “literario”, por otra parte, si no se incluye en ella a Benavente, a Juan Ramón y a Miró.
- II. La “generación del 98” ante el problema de España.
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La fecha que da nombre a esta generación indica muy claramente la existencia de un estrecho nexo entre su nacimiento y las vicisitudes de nuestra historia. No debe pensarse, sin embargo, que tuvo en el desastre colonial su acontecimiento determinante. Téngase en cuenta que el primer nombre con que “Azorín” la bautizó, en un artículo de 1910, fue el de “generación de 1896”. Los Ensayos de Unamuno datan de 1894; “Azorín” comienza su obra literaria en 1893. No: la “generación del 98” no es una consecuencia inmediata de nuestra derrota en Ultramar. Políticamente, su aparición fue determinada por la sensación de hastío, de desencanto, de acedía, que la vida española del fin de siglo suscitaba en los espíritus más sensibles y exigentes.
Ni siquiera fueron los escritores “del 98” los primeros en sentir y proclamar ese “pathos” de crítica y renovación. Muy en la línea de Feijoo, Jovellanos y Larra, un grupo de hombres nacidos en torno a 1845 (Costa, Picavea, Isern, el propio Galdós) levantaron a raíz del Desastre la bandera de una “regeneración” de España. Siguiéronla con pronto entusiasmo, no pocos españoles; entre ellos, Cajal y los jóvenes “del 98”. Mas no tardaron en diversificarse los caminos: los “regeneradores” por vocación anduvieron el de la política y el arbitrismo; Cajal, el de la ciencia; y los jóvenes integrantes de la futura “generación del 98”, salvo alguna veleidad parlamentaria, se entregaron a la creación literaria, a la crítica intelectual y estética, al ensueño de una posible vida española. Lo cual equivale a decir que, frente al problema de España, las plumas de estos escritores van a levantar una literatura de dos vertientes: por una parte, criticarán aceradamente la realidad presente y pretérita de su patria; por otra, inventarán el mito de una posible vida española. Veamos por separado estos dos ingredientes de su obra literaria. - Censura de la España real. — “Feroz análisis de todo”, llamó “Azorín” a la empresa crítica de su generación. Nunca fueron vertidos tantos y tan despiadados juicios sobre la vida de España como durante el período más agresivo del grupo. Esa implacable censura no excluía, sin embargo, el amoroso conocimiento de la patria; al contrario, lo suponía. “Soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión u oficio”, escribió, por todos, Unamuno. Y era verdad.
- Amaban, eso sí, a una España distinta de la que contemplaban. Frente a ésta, apenas cabría una actitud distinta de la censura y el denuesto. He aquí los dos principales blancos de la diatriba:
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- 1.º Lo que la vida española tenía entonces de “moderna”. Más que a la “vida moderna” en sí —Estado neutral, sufragio, partidos políticos, etc. —, la repulsa se refería a la manera española de copiarla. “Un hombre un poco digno no podía ser en este tiempo más que un solitario”, ha escrito Baroja.
2.º La historia de España ulterior a los Reyes Católicos — salvo ciertas figuras y creaciones aisladas: Cervantes, la mística, Fray Luis, el Greco, Góngora — y los hábitos forjados por esa historia en la existencia individual y social del español.
- 1.º Lo que la vida española tenía entonces de “moderna”. Más que a la “vida moderna” en sí —Estado neutral, sufragio, partidos políticos, etc. —, la repulsa se refería a la manera española de copiarla. “Un hombre un poco digno no podía ser en este tiempo más que un solitario”, ha escrito Baroja.
Con explicitud mayor o menor, todos los escritores “del 98” ven la genuina autenticidad de España en la Castilla medieval (Berceo, el Cid, el Arcipreste). La historia ulterior a los Reyes Católicos, piensan, fue para esta España niña y prometedora una suerte de rígido coselete, deformador de su figura posible; tanto, que sólo en muy contadas ocasiones — las ya mencionadas y pocas más — habría podido dar señal fidedigna de sí. La mística y el Quijote, por ejemplo, son interpretados por Unamuno como reacciones de lo genuino e íntimo de España contra lo postizo y externo. Y así, vencida España por la Europa moderna, va dando tumbos, hasta el definitivo de 1898. Queda entonces sola consigo misma y puede iniciar, fiel a su propio ser, un nuevo destino histórico.
Con leves variantes personales, tal es la primera visión que de nuestra historia construyen los críticos del 98. Todos exaltan la libre y gaya juventud de la Castilla primitiva; todos juzgan admirativamente, pero sin amor, con desvío, la gloria dominadora y adusta de nuestros dos siglos máximos; todos ven en la ruina de España la consecuencia de una adhesión terca y torpe a las formas de vida del siglo XVII; todos abominan de la europeización mimètica y mediocre que había preconizado el progresismo español del siglo XIX; todos sueñan con una nueva época de la historia de España, en la cual ésta sería fiel a sí misma, a Europa y a la altura de los tiempos; todos, en fin, tienen la ilusión de ser ellos quienes encabezan el nuevo período de nuestra historia.
Ensueño de una España posible. — Con la madurez, la crítica de los hombres “del 98” se va haciendo ensueño, amor sereno y soñador. “La realidad no importa; lo que importa es nuestro sueño”, escribirá “Azorín”. Y en el enlutado caballero de la venta de Cidones — ese que “la mano en la mejilla, medita ensimismado”— pintó Antonio Machado al español de su “generación”. La España soñada por ese grupo de escritores se compone de tierra, hombres, pasado y futuro.
La tierra, cuerpo del ensueño, aparece en él bajo figura de paisaje. Son los escritores “del 98” quienes han dado existencia literaria al paisaje de España; lo anterior a ellos es mero balbuceo. Sus descripciones muéstranse a la vez precisas y poéticas: son ceñidamente fieles a la realidad y expresan bellamente la emoción — ternura, íntimo entusiasmo, esperanza — que esa realidad despierta en el alma del contemplador. Castilla, la Castilla áspera y delicada que ellos convirtieron en mito histórico, ético y estético de España, es el centro que da unidad a la diversidad de los paisajes descritos por los literatos “del 98”. El hombre habitador de esa tierra es un español ideal, cuyas notas distintivas proceden de sublimar las más valiosas de las observadas en el español real: la acción esforzada, la visión espiritual del mundo, la ascética delicadeza. Sueñan los “del 98”, en suma, Quijotes atenidos a la realidad, Sanchos quijotizados. El pasado de la España soñada tiene su purísimo origen en la Castilla de la Alta Edad Media; de ella provendría, a favor de oportuna actualización, todo lo valioso de nuestra historia. Al “tradicionalismo calderoniano” oponen los españoles de la generación del 98 un “tradicionalismo primitivo o medieval”. En él se instala su espíritu; y desde él, cuando la madurez temple la intemperancia de la mocedad, irán comprendiendo con mejor juicio la razón de ser de nuestro siglo XVI: así procede Unamuno en las páginas finales de El sentimiento trágico de la vida (v.), “Azorín” en Una hora de España (v.), Baroja en Rapsodias. El futuro de esa España ideal será, en fin, la magna aventura universal del español nuevo, la “tercera salida” de Don Quijote: una España en que, por obra del hombre quijotizado, se enlacen nupcialmente su íntima peculiaridad y las exigencias de la actualidad universal. “Nuestro quijotismo, impaciente por lo final y lo absoluto, sería fecundísimo en la corriente del relativismo; nuestro sancho- pancismo opondría un dique al análisis que, destruyendo los hechos, sólo su polvo nos deja”, escribió el soñador Unamuno.
- III. La “generación del 98” como suceso literario.
- La creación literaria constituye, sin duda, la más valiosa aportación de la “generación del 98” a la historia de España. Literatos fueron todos los miembros integrantes de su núcleo central; literatos geniales, buena parte de ellos. Gracias, en medida eminente, a la obra de esta generación, ha podido ser llamado “Medio-siglo de Oro” el período de nuestras letras comprendido entre 1880 y 1930.
- Es en la obra literaria, sin embargo, donde más difícil resulta señalar el carácter “generacional” del grupo; tanto más difícil, cuanto que todos cultivan con vehemencia —teatral y desaforadamente, a veces— su propia individualidad. Tal vez este afán de peculiaridad individual, fecundo en cuanto a la obra, pintoresco en cuanto al pergeño, sea uno de los caracteres “literarios” de la “generación”: el hábito puritano de Unamuno, el monóculo y el paraguas rojo de “Azorín”, el complacido descuido de Baroja, la barba fluvial y la insolencia de Valle-lnclán.
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Se ha dicho que el “modernismo” — importado a España por Rubén Darío — es el “lenguaje generacional” de ]os escritores del 98. No parece del todo cierta la tesis. Unamuno, que llamaba ‘/versos gaseosos” a los de Rubén y acusaba a Valle-lnclán de “verter veneno en los espíritus”, fue resueltamente antimodernista; y sólo levísima es la huella del modernismo en los temas y en la prosa de “Azorín”, Baroja y Maeztu. Las estimaciones estéticas de cada uno de ellos son, por otro lado, harto divergentes: Unamuno prefiere a Kierkegaard, Senancour, Leopardi y Carducci; Valle- Inclán a d’Annunzio y Barbey d’Aurevilly; “Azorín“ a Montaigne y Flaubert; Baroja a Dickens, Poe y Dostoievski; la influencia de Nietzsche no llega a todos. No es fácil, en verdad, definir literariamente la “generación del 98”; sus temas, su estilo y sus gustos son bastante disímiles entre sí. Apurando, no obstante, el empeño comprensivo, cabe señalar la existencia de algunos rasgos literarios comunes:
- 1.º El idioma. Cuatro parecen ser las notas que caracterizan al idioma literario de los escritores del 98: ese idioma es o pretende ser sencillo, preciso, expresivo y rectamente castizo. Al período largo y opulento, oratorio, de los prosistas que les preceden (Castelar, Pereda), oponen éstos un período breve, magro, más eficaz. Su afán de expresividad verbal les hace buscar palabras ocultas en la entraña del lenguaje popular y campesino, o arcaísmos, repristinados con singular vigor en la trama de un lenguaje moderno; y a ese mismo propósito se deben el desgarro en la sintaxis de Baroja y Unamuno — mayor en aquél que en éste — y el preciosismo de la sorprendente adjetivación valleinclanesca. Los escritores del 98 son, en gran parte, los iniciadores del idioma literario actual.
- 2.º Visión de la realidad. Ese carácter del idioma atestigua una intención literaria más honda: llegar, en la medida de lo posible, al fondo mismo de la realidad. El realismo naturalista de los escritores de 1890 era puramente “aparencial”, hasta cuando pretendía ser psicológico; el realismo de los hombres del 98 será, si vale decirlo con tan maltratado término, mucho más “existencial”, más aténido a lo que en sí es la existencia real de hombres y cosas. Así, hasta cuando el escritor quiere reducir su prosa a la pura descripción (Baroja, “Azorín”) o cuando se propone deformar caricaturescamente la realidad (Valle-lnclán). Hombres y cosas son más “reales” en la literatura del 98 que en la inmediatamente anterior a ella; y, por otra parte, más “poéticos”, porque sólo a favor de “poesía” — intelectual o adivinatoria y metafórica — puede el espíritu humano acercarse al fondo de la realidad.
- 3.º Vitalismo y sentimentalismo. A fines del siglo XIX corre por Europa una idea nueva y victoriosa: la idea de la Vida — así, con mayúscula. Todos los escritores del 98 la afirman también, a su modo, en su respectiva obra literaria; para todos ellos, la vida es superior e irreductible a la razón, el sentimiento más alto que la lógica, la sinceridad más valiosa que la consecuencia. Cuantas palabras expresan la actividad y la condición no racionales de la vida humana — pasión, voluntad, sentimiento, emoción, sensibilidad, inefable misterio — se hallan estampadas con rara frecuencia en las páginas de todos los escritores del grupo. Escribió Machado: “El alma del poeta — se orienta hacia el misterio”. Todos los de su generación lo hubiesen suscrito.
- 4.º Actitud social de su literatura. De un modo u otro, los literatos del 98 son resueltamente antiburgueses. No quiero decir con ello que su literatura sirva a alguna de las ideologías que han hecho señuelo de ese adjetivo; al contrario, las repelen. La actitud antiburguesa de la generación del 98 —agónica y religiosa en Unamuno, intimista e irónica en Antonio Machado, aparatosa y zaheridora en Baroja, estetizante en Valle-Inclán, mesuradamente satírica en Benavente — procede de la común aspiración a una existencia social sincera, exenta de convenciones, vigorosa y afanosa de originalidad. Salvo en el caso de Unamuno, aficionado a bucear en teologías, ¿no será esta postura antiburguesa la principal raíz de su diversa situación personal frente a la ortodoxia católica?
Otra generación más intelectual y europea — Ortega y Gasset, Eugenio d’Ors, Marañón, Pérez de Ayala sigue en España a la “del 98”. Juntas las dos, llenan de una espléndida literatura el primer cuarto de nuestro siglo XX y constituyen el suelo o el término polémico de la creación literaria ulterior.
Pedro Laín Entralgo